Camuel Talio

El nuevo siglo

El pequeño pueblo había cambiado en la última década. Las calles empedradas ahora estaban adornadas con luces de neón, y el eco de las campanas de la iglesia competía con el ruido de los automóviles y los televisores encendidos en las casas cercanas. Camuel observaba desde la ventana de su hogar, un refugio sencillo pero acogedor, escondido en la periferia del cementerio. Era una casa de madera con un jardín descuidado, donde los fantasmas de las flores aún parecían luchar por florecer.

El Guardián se había adaptado al cambio tecnológico de los años 90, pero ahora, en el inicio del nuevo milenio, el avance era casi vertiginoso. La gente llevaba celulares, hablaba de algo llamado "internet", y el pueblo, aunque aún pequeño, estaba invadido por un ritmo que Camuel encontraba fascinante y abrumador a la vez.

Camuel había heredado muchas lecciones de Camilo, su mentor, y una de las más útiles era la habilidad de cambiar su apariencia para adaptarse al mundo humano. Ahora, la mayor parte del tiempo adoptaba la imagen de un hombre joven, en algún punto entre los 30 y los 40 años. Su cabello castaño, ligeramente desordenado, le daba un aire despreocupado pero accesible, mientras que sus ojos almendrados, cálidos y llenos de empatía, parecían leer el alma de quien lo mirara. Su piel, pálida y salpicada de pecas, competía en cubrir su rostro, dándole una apariencia amable que invitaba a la confianza. No había en su aspecto nada que infundiera temor; al contrario, parecía alguien al que cualquiera buscaría en momentos de necesidad.

Todas las mañanas, Camuel recorría la ciudad. Saludaba a los dueños de negocios, ayudaba a cargar mercancías y escuchaba historias con atención genuina. Los habitantes, aunque intrigados por él, lo trataban con respeto y cariño. Con frecuencia le regalaban algo: pan recién horneado, frutas, ropa usada pero limpia. No era extraño escuchar que alguien dijera: "Camilo, lleva esto contigo, seguro te será útil".

Sin embargo, el nombre que usaba no era suyo, sino el legado de su mentor. En una de las páginas del libro, Camilo le había dejado un consejo claro: "Nunca reveles tu verdadero nombre a los humanos. Podrían usarlo contra ti, atarte a un lugar o aprovecharse de tu esencia. Usa mi nombre, será tu escudo." Y así lo hizo. Desde que llegó al pueblo, se presentó como Camilo. Aunque al principio le pareció extraño, pronto aceptó el nombre como un vínculo eterno con su viejo amigo.

A pesar de su naturaleza reservada, la gente comenzó a tejer rumores a su alrededor. Decían que donde fuera Camilo, la paz lo seguía. Problemas que antes parecían irresolubles se calmaban tras una conversación con él, y las disputas más acaloradas terminaban en acuerdos inesperados. Pronto comenzaron a llamarlo "El Pacificador." Para Camuel, ese apodo era un misterio; no entendía por qué lo usaban, pero no lo rechazaba. Saber que su presencia traía calma y confianza a los vivos lo llenaba de una felicidad que no esperaba.

Los rumores sobre su capacidad para resolver problemas crecieron. Si un negocio estaba a punto de quebrar, Camilo pasaba por allí y, de algún modo, las cosas mejoraban. Si una familia tenía conflictos, su sola presencia parecía disipar las tensiones. Aunque nadie entendía exactamente cómo, todos sabían que había algo especial en él.

Pero, como había aprendido, la amabilidad de los vivos venía con su propio precio: preguntas. A veces, los niños lo miraban con curiosidad, preguntándole por qué no parecía envejecer. Los adultos, aunque más discretos, notaban que su rostro seguía igual desde hacía años. Camuel siempre sonreía y ofrecía respuestas vagas, diciendo que el trabajo duro y la gratitud lo mantenían joven. Era una explicación suficiente para la mayoría.

A pesar de las preguntas y la atención, Camuel se sentía cómodo en su papel. Había aprendido a aceptar que nunca sería completamente parte del mundo de los vivos, pero eso no le impedía formar conexiones con ellos. La paz que traía no era solo un rumor; era una extensión de la luz que llevaba consigo, una manifestación de su propósito como Guardián.

Mientras los días pasaban y su reputación crecía, Camuel comenzaba a ver su lugar en el mundo de una manera distinta. No solo era un Guardián de almas, sino también un puente entre los vivos y los muertos, alguien capaz de traer consuelo en ambas direcciones. Aunque los vivos no conocían su verdadera naturaleza, lo respetaban y valoraban. Y eso, en su corazón, era más de lo que alguna vez había esperado.

Esa noche, sentado en su escritorio con la lámpara a su lado, revisaba viejas notas de sus misiones anteriores. Los ecos de las almas que había ayudado seguían presentes en su memoria. Una de las páginas describía un espíritu joven que no quería abandonar a su familia; otra relataba el caso de una mujer que, aferrada a un colgante, había olvidado su propio nombre.

Pero aquella paz nocturna fue interrumpida por un sonido extraño: un repiqueteo en la puerta principal. Camuel alzó la mirada, sorprendido. Nadie solía visitarlo, especialmente a esa hora. Con cautela, se levantó, llevando consigo la lámpara, cuya luz oscilaba con un leve parpadeo, como si presintiera algo.

Al abrir la puerta, encontró a un hombre joven, empapado por la lluvia. Sus ojos estaban llenos de desesperación, y en sus manos sostenía un paquete envuelto con un papel marrón desgastado.

—¿Eres el Guardián del cementerio? —preguntó, su voz temblando tanto como sus manos.

Camuel asintió, sin perder la calma.

—Soy quien cuida este lugar. ¿Qué necesitas?

El hombre dio un paso adelante, sin poder contener las lágrimas.

—Mi nombre es Martín. Necesito ayuda... no para mí, sino para mi hermana. Ella... ella murió hace cinco años, pero... no descansa. No sé qué más hacer.

Camuel lo invitó a entrar. Mientras el hombre se secaba con una toalla vieja, Camuel lo escuchó con atención. Martín explicó cómo su hermana, Clara, había fallecido en un accidente automovilístico. Desde entonces, había soñado con ella todas las noches, siempre en el mismo lugar: un edificio abandonado al otro lado del pueblo. En el sueño, ella lo llamaba, pero cada vez que intentaba acercarse, una sombra se interponía entre ellos.




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