Con el aumento de poder de Camuel, Milo ya no estaba confinado al cementerio. Por primera vez en mucho tiempo, el espíritu del perro podía vagar libremente por la ciudad, sintiendo la brisa, oliendo los aromas nocturnos y explorando un mundo más allá de las tumbas. Aunque invisible para la mayoría de los vivos, Milo encontró un extraño placer en sus pequeñas travesuras. Se escabullía por las calles, asustando a los gatos que dormían sobre los autos, moviendo objetos en tiendas y hasta robando algún que otro pedazo de pan de un carrito de comida.
Una noche, mientras caminaba junto a un puente, escuchó un suave maullido que provenía de un rincón sombrío. Milo, curioso, siguió el sonido. Allí, sentado sobre una pila de ladrillos rotos, había un gato negro de ojos verdes resplandecientes. El gato lo miraba fijamente, con una intensidad que hizo que Milo detuviera su marcha y alzara sus orejas.
—No tienes que gruñir, perro tonto —dijo el gato con voz calmada pero burlona—. No estoy aquí para pelear.
Milo ladeó la cabeza, sorprendido de que el gato pudiera hablar, y mucho más de que no pareciera tener miedo de él.
—Tú no eres de aquí —dijo el gato, con una voz baja y algo áspera.
Milo ladeó la cabeza, curioso pero alerta. Gruñó suavemente, aunque más por costumbre que por hostilidad.
—No tienes que responder, perro espectral. Ya veo lo que eres —continuó el gato, bajando de los ladrillos con movimientos elegantes—. Libre, pero atrapado. Igual que yo.
Milo lo observó, pero permaneció inmóvil. El gato no se acercó más, pero tampoco se alejó. Su mirada seguía fija, como si tratara de leer la esencia misma de Milo.
—Deberías tener cuidado. Hay cosas en esta ciudad que no entienden lo que somos... y no nos quieren aquí.
Con esas palabras, el gato se dio la vuelta y desapareció entre las sombras, dejando a Milo intrigado.
Días después, Milo encontró una joven llorando en un callejón oscuro. Estaba sentada junto a una bicicleta rota, abrazando sus rodillas. Una cadena de energía tenue la mantenía atada al lugar, lo que indicaba que no era un alma cualquiera. Milo se acercó con cautela, inclinando su cabeza al ver su tristeza.
Al dar un paso hacia ella, una figura oscura surgió del otro extremo del callejón: un espíritu sombrío con forma alargada y ojos rojos que brillaban en la penumbra. Milo gruñó con fuerza, poniéndose entre la joven y la figura.
Cuando la criatura se lanzó hacia él, algo inesperado ocurrió: desde las sombras, un par de ojos verdes brillaron intensamente, seguidos por un salto ágil del gato. Sin emitir sonido alguno, se abalanzó sobre la sombra y la hizo retroceder. Milo aprovechó el momento para atacar con su propia energía, logrando dispersar al espíritu oscuro.
Cuando la amenaza se desvaneció, Milo buscó al gato, pero este ya no estaba. Solo quedaba un pequeño montón de hojas que se arremolinaban donde había estado. La joven, sin darse cuenta de lo ocurrido, dejó de llorar y, como si una fuerza invisible la empujara, se levantó y comenzó a caminar hacia la salida del callejón.
En otra ocasión, Milo deambulaba por un parque solitario cuando notó a una niña pequeña caminando sola, llamando desesperadamente a su madre. El frío de la noche hacía que su respiración formara pequeñas nubes en el aire. Milo, sintiendo su angustia, comenzó a seguirla, moviéndose a su alrededor para asegurarse de que estuviera a salvo.
Cuando la niña se acercó a un estanque oscuro, su pie resbaló en la orilla y comenzó a caer hacia el agua. Antes de que Milo pudiera reaccionar, una rama cercana se agitó. Desde las sombras, el gato negro apareció de un salto, empujando la rama caída hacia el agua justo a tiempo para detener la caída de la niña.
La niña, confundida, miró la rama y luego a su alrededor, sin entender qué había pasado. Milo observó al gato desde la distancia, con las orejas erguidas. Esta vez, el gato no dijo nada. Solo lo miró por un momento y desapareció entre los arbustos, dejando una leve brisa tras de sí.
A medida que Milo recorría la ciudad, comenzó a notar un patrón. Siempre que enfrentaba una situación difícil, el gato negro aparecía. A veces era un salto ágil que distraía a un enemigo, otras era un suave movimiento que alteraba los objetos en el entorno, cambiando el curso de los eventos. Pero siempre actuaba desde las sombras, sin buscar reconocimiento.
Una noche, mientras Milo descansaba en un parque iluminado por la luna, el gato apareció nuevamente, esta vez sentado en la rama baja de un árbol cercano. Lo observó en silencio durante unos minutos antes de hablar.
—No necesitas agradecerme. No lo hago por ti. Lo hago porque, en este mundo, los olvidados debemos cuidarnos entre nosotros.
Milo levantó la cabeza, sus ojos brillando con algo que casi parecía gratitud. Pero el gato, como siempre, desapareció antes de que pudiera acercarse.
Con el tiempo, Milo y el gato formaron una extraña alianza. Nunca caminaban juntos, pero sus caminos siempre se cruzaban. Cuando uno de los dos estaba en peligro, el otro aparecía. Y aunque Milo no podía hablar, aprendió a confiar en los actos del gato, en su forma discreta pero efectiva de proteger tanto a los vivos como a los muertos.
Aunque nunca compartieron palabras más allá de lo necesario, entre ellos se forjó un vínculo inexplicable. Porque en un mundo lleno de sombras y almas perdidas, incluso los espíritus más diferentes encontraban consuelo en saber que no estaban solos.
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Editado: 10.01.2025