Camuel Talio

La Luz Apagada

El amanecer se filtraba débilmente a través de las ramas desnudas del cementerio. Camuel, sentado en el borde de una tumba cubierta de musgo, intentaba calmar el caos que se agitaba dentro de él. Su lámpara no estaba allí. Lo sabía desde el momento en que dejó de sentir su luz cálida y reconfortante, como un faro que siempre había guiado sus pasos.

Milo estaba cerca, observándolo con preocupación. El perro espiritual daba vueltas en círculos, inquieto, mientras Pluma permanecía en la rama de un árbol cercano, sus plumas espectrales brillando tenuemente.

—Milo... no puedo sentirla —murmuró Camuel, su voz apenas un susurro. El peso de sus palabras cayó como una piedra en el silencio del lugar.

El perro se acercó, empujando su cabeza contra la mano de Camuel, pero el Guardián apenas reaccionó. Se llevó las manos a la cabeza, su respiración acelerándose.

—La lámpara no es solo una herramienta, Milo... —continuó, más para sí mismo que para su compañero—. Es parte de mí. Sin ella, siento que... que me estoy desvaneciendo.

Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas. Su cuerpo estaba tenso, pero lo que más le pesaba era la sensación de vacío en su pecho. Era como si una parte de su alma hubiera sido arrancada, dejando un espacio oscuro y frío.

De repente, un dolor punzante atravesó su pecho. Camuel jadeó, llevándose una mano al corazón. La luz que normalmente fluía por su cuerpo, conectándolo al mundo de los vivos, parecía apagarse lentamente.

—No... no puede ser... —murmuró, sus palabras teñidas de desesperación. Trató de ponerse de pie, pero sus piernas temblaban, y tuvo que apoyarse en la lápida para no caer.

Milo gimió, acercándose más, y Pluma descendió de su árbol, posándose en el hombro de Camuel. Ambos espíritus lo miraban con una mezcla de preocupación y determinación.

—Lo sé... no puedo quedarme así —dijo Camuel, respirando profundamente para calmarse. Cerró los ojos, buscando dentro de sí mismo algún rastro de la conexión con su lámpara. Pero no había nada. Solo un vacío que se extendía como una sombra.

Por un momento, su mente lo llevó a Lucas. Recordó la última vez que lo vio, la forma en que el niño había actuado con una energía que ahora le parecía sospechosa.

—Lucas... —murmuró, y el dolor en su pecho se intensificó. No quería creer que su pequeño amigo tuviera algo que ver con esto, pero las dudas se colaban en su mente como veneno.

Se enderezó con esfuerzo, apoyándose en Milo para mantenerse en pie.

—Tenemos que buscarla —dijo, su voz más firme esta vez. Miró a Pluma y luego a Milo, ambos atentos a sus palabras—. La lámpara no solo me pertenece a mí... es lo que nos conecta a todos. Si la han apagado, no sabemos qué podría pasar con este lugar... o conmigo.

Milo ladró una vez, su postura indicando que estaba listo para actuar. Pluma alzó el vuelo, emitiendo un trino agudo que resonó en la fría mañana.

Camuel dio un paso adelante, aunque sus movimientos eran lentos y torpes. Sentía que cada momento sin la lámpara lo alejaba más de su propósito, como si el mundo mismo comenzara a rechazar su presencia.

—No puedo fallar ahora... no puedo dejar que la oscuridad gane —murmuró, sus palabras cargadas de una mezcla de miedo y determinación.

Camuel caminaba lentamente entre las lápidas, su figura algo difusa, como si el mundo se deshiciera de él poco a poco. Sus pasos no hacían ruido, y el aire alrededor de él parecía pesar más.

Milo trotaba a su lado, pero incluso su presencia reconfortante no podía aliviar el vacío creciente que sentía en su interior. Camuel intentó hablar.

—Milo... ¿puedes oírme? —preguntó, pero su voz sonó débil, casi como un eco distante.

El perro se detuvo y giró la cabeza, inquieto. Ladró una vez, pero no miró a Camuel, sino hacia un espacio vacío.

Camuel frunció el ceño y dio un paso hacia él, extendiendo la mano para acariciar su cabeza. Pero su mano pasó a través del pelaje de Milo como si fuera humo. El perro no reaccionó, y un escalofrío recorrió el cuerpo de Camuel.

—No... esto no puede estar pasando —susurró, dando un paso atrás.

Pluma descendió desde lo alto de un árbol y aterrizó cerca de Milo, pero sus ojos no se posaron en Camuel. Emitió un trino suave, como si estuviera buscando algo que no podía encontrar.

Camuel levantó la voz, su desesperación rompiendo el silencio.

—¡Estoy aquí! ¡Milo! ¡Pluma! ¡Pueden verme, ¿verdad?! —gritó, pero ni el perro ni el ave reaccionaron. Era como si estuviera atrapado en una burbuja que lo separaba de todo lo que conocía.

Cayó de rodillas al suelo, sus manos temblando mientras las enterraba en la fría tierra.

—Esto no puede estar pasando... —murmuró, su voz apenas un susurro.

Camuel intentó levantarse y buscar a algún espíritu en el cementerio. Caminó hasta donde solía aparecer la anciana fantasma a la que había prometido ayudar. Pero el banco donde ella siempre se sentaba estaba vacío. No había rastro de su energía, ni siquiera el más mínimo eco de su presencia.

Cruzó el cementerio buscando cualquier alma, cualquier rastro de los fantasmas que siempre estaban cerca, pero no encontró a nadie. Y lo más aterrador era que tampoco podía sentirlos.

—¿Dónde están? ¿Por qué no puedo verlos? —dijo, la angustia creciendo con cada palabra.

Intentó cerrar los ojos y concentrarse, buscando en su interior la conexión que siempre había tenido con el mundo espiritual. Pero lo único que encontró fue vacío. Un silencio abrumador llenó su mente, como si hubiera caído en un abismo sin fondo.

—Estoy solo... completamente solo... —murmuró, sintiendo cómo el frío se aferraba a su piel como una segunda capa.

Con un último esfuerzo, Camuel decidió salir del cementerio. Tal vez si podía llegar al pueblo, encontraría a alguien que pudiera verlo. Caminó por el sendero que lo conectaba con la aldea, sus pasos silenciosos y su figura desdibujada. Las luces de las casas brillaban a lo lejos, pero al llegar a la primera calle, la realidad golpeó con más fuerza que el frío.




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