Camuel Talio: La Luz Que Siente

El Peso de la Muerte

Camuel se incorporó con lentitud, apoyando la espalda contra el cabecero de la cama. Su cuerpo se sentía extraño, como si ya no le perteneciera del todo. Algo en él vibraba de forma irregular, como si cada parte de su esencia estuviera atrapada entre la vida y la muerte

Sus manos, antes firmes, ahora temblaban.
Buscó con torpeza el viejo libro de Camilo, ese cuaderno gastado que había guardado durante tanto tiempo siempre releyéndolo con nostalgia.
Las páginas estaban amarillentas, frágiles, pero aún llenas de una calidez imposible de borrar.

Al abrirlo, fue como si una voz antigua —fuerte, amable, familiar— le hablara desde el pasado.

"No sé si pasarás por esto, Camuel, porque eres un niño muy fuerte."

Una sonrisa débil cruzó sus labios.

"Pero si algún día comienzas a ‘vivir’..."

La sonrisa se desvaneció.
Sus dedos se crisparon sobre las páginas.

"…sentirás el peso de la muerte al fin."

Camuel bajó la mirada.
Allí estaba. Esa era la sensación que lo oprimía desde hacía días. No era debilidad. No era cansancio. Era el peso de algo mucho más antiguo: la muerte que, por fin, lo había alcanzado. Por un siglo la había contenido, evitado, mantenido a raya mientras guiaba a otros. Pero ahora, después de ver la ciudad, de recordar lo que era estar vivo, sentía la carga de su propia existencia como nunca antes.

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Cerró el libro con manos trémulas.

—¿Qué voy a hacer…?

Su voz sonó apagada, lejana.
Como si no le perteneciera.
Se abrazó a sí mismo, como intentando protegerse de algo invisible.
Y se miró en la ventana.

Lo que vio lo dejó sin aliento.

El reflejo no era el suyo.
Era el de un hombre enfermo.
Vacío.
Marchito.

“¿Por qué me siento así?”

Había pasado más de un siglo existiendo en este mundo, pero ahora, por primera vez, sentía cada emoción humana con una claridad dolorosa. La tristeza no era solo un concepto; se arrastraba bajo su piel como una sombra persistente, era una presión física en el pecho, un nudo en la garganta. La voz de Camilo resonó en su mente como un eco lejano:

“La tristeza puede convertirse en depresión, Camuel…”

La voz de Camilo le cruzó el alma como un cuchillo suave.

Se abrazó más fuerte.

—¿Esto es estar triste? —susurró.

Y, desde la oscuridad de la habitación, alguien respondió.

—No —Era Ro. Su voz no llevaba burla, no esta vez.

Camuel alzó la vista.
Ro estaba allí, sentado con una serenidad antigua.
Sus ojos verdes lo miraban como si pudieran ver lo que ni siquiera él entendía.

—Tú no estás triste, niño… —dijo, casi con ternura—. Estás en un abismo.

La frase se incrustó en su pecho como una espina. No quería sentirse así. No sabía cómo evitarlo. Esa pena se aferraba a su alma con fuerza, un vacío que no se llenaba, un vértigo constante, una oscuridad que se pegaba a su luz como hollín que lo arrastraba hacia dentro como si intentara romperlo desde la raíz. Lo peor era que no entendía por qué. No había una razón clara. Solo ese vacío creciendo en su interior.

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El Pacificador No Debería Estar Triste

Del otro lado de la puerta, Lucas se había detenido en seco. Había regresado para fastidiarlo, tal vez cubrirlo con otra manta, obligarlo a tomar otro té, algo para hacerle reír, algo para mantener las cosas como siempre.

Pero al escuchar esa conversación, todo su cuerpo se tensó. “Estás en un abismo.” Las palabras de Ro quedaron suspendidas en su mente como una campana lejana. Apoyó la frente contra la madera y cerró los ojos con fuerza.

No. No podía ser. Camuel no podía sentirse así. Él era el fuerte, el que siempre tenía la respuesta, el que lo había guiado cuando él era apenas un muchacho perdido, el que le había enseñado a caminar entre la luz y la sombra sin perderse en ninguna.

¿Cómo podía ese hombre estar… perdido?, ¿Cómo podía estar… roto?.

Apretó los puños. No entendía lo que pasaba, pero una cosa sí sabía: no iba a dejar que su hermano se hundiera. No mientras él pudiera hacer algo. Porque si Camuel había sido su luz, ahora era su turno de devolverle, aunque fuera un poco de calor.




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