Por primera vez en años, Lucas no dijo una sola palabra. No hizo bromas, no intentó provocar una sonrisa, ni siquiera una burla ligera que pudiera aliviar la tensión. No era que no quisiera. Era que algo en él se estaba preparando. Preparándose para hacer algo que nunca antes se había atrevido a hacer con Camuel: preguntar. Preguntar de verdad.
Desde la noche anterior, una inquietud lo rondaba como una sombra persistente. Ya no podía fingir que todo estaba bien. No después de escucharlo así. Camuel no estaba simplemente triste. Estaba perdido. Roto en alguna parte que Lucas no alcanzaba a comprender. Y eso, más que cualquier enemigo, lo aterraba.
Esperó el momento adecuado. Dejó que el día pasara, que la luz del sol comenzara a desvanecerse tras los árboles, que el ambiente de la casa se hundiera en ese silencio cómodo y tenue de las tardes tranquilas. Y entonces, sin dudar más, subió las escaleras y entró en la habitación sin tocar la puerta.
Camuel lo miró con calma. No se sobresaltó, no pareció sorprendido. Como si supiera, desde el principio, que ese momento llegaría. Lucas cerró la puerta tras de sí, se cruzó de brazos y lo miró en silencio. Respiró hondo, solo una vez, y disparó la pregunta como una flecha al pecho.
—¿Cómo moriste, Camuel?
El silencio cayó de inmediato, espeso como una manta húmeda. Y en los ojos de Camuel apareció algo que Lucas nunca le había visto antes: duda. Miedo. Y algo más profundo… algo que no supo nombrar.
Camuel soltó una risa seca, sin alegría.
—¿En serio ahora tienes curiosidad por eso?
Lucas no se inmutó.
—Sí.
Camuel desvió la mirada, cruzando los brazos como si necesitara envolverse en algo que lo protegiera. —Has tenido diez años para preguntarlo.
Lucas se encogió de hombros.
—Sabes cómo soy. Me toma tiempo procesar cosas.
Camuel suspiró, recostándose con lentitud. Su mirada se perdió en el techo, como si buscara allí las palabras adecuadas, como si no estuvieran listas aún. Lucas, por una vez en su vida, esperó. Se sentó en silencio, sin presionar. Y cuando finalmente Camuel habló, su voz fue baja, casi como si tuviera que arrancarla de lo más hondo de su memoria.
—Fue hace mucho tiempo. Tanto… que a veces me pregunto si realmente pasó.
Lucas se tensó. Sabía que no iba a gustarle lo que venía.
—Era pequeño —continuó Camuel, cerrando los ojos—. No sé cuántos años exactamente… diez, tal vez doce. Recuerdo que jugaba a la pelota en la acera. Solo eso.
Hizo una pausa. Sus manos temblaban levemente sobre las sábanas. La siguiente frase no salió. Se quedó atrapada en su garganta. Y Lucas no lo interrumpió. No dijo nada. Solo permaneció ahí, como un ancla.
La noche cayó. Y cuando Lucas se levantó fue solo para volver minutos después con una taza humeante entre las manos. Se la ofreció sin hablar. Camuel la tomó. El calor del líquido se esparció lentamente por sus dedos. Dio un sorbo, y exhaló como si, por fin, pudiera respirar.
—Golpeé con la pelota el parabrisas de un convoy —dijo, al fin.
Lucas frunció el ceño. Algo en su interior se preparó para un golpe.
—Y me atropelló.
El silencio que siguió no fue solo incómodo. Fue devastador.
Lucas no supo qué decir. No podía.
Y justo cuando pensó que nada podía ser peor, Camuel añadió en voz baja:
—Después… en mi funeral… supe que en ese convoy venía mi padre. Regresando de la guerra.
Lucas sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El aire se volvió espeso. El mundo pareció desvanecerse por un segundo.
—Camuel… —susurró, pero no pudo decir nada más.
Camuel bajó la mirada hacia la taza. La sostenía como si fuera lo único que lo mantenía conectado al presente.
—Fue entonces cuando conocí a Camilo —continuó—. Me dijo que tenía un don, que podía convertirme en un Guardián. Me enseñó todo lo que soy. Todo lo que sé.
Se permitió una risa suave, más serena.
—Aunque… él irradiaba más energía que tú.
Lucas parpadeó.
—Oye, ¿qué se supone que significa eso? ¡Yo brillo bastante!
—No tanto como él.
Lucas resopló, cruzando los brazos.
—Pff, seguro ese tal Camilo ni siquiera era tan genial como dices.
Camuel lo miró de lado, y esta vez su voz fue firme, sin espacio para bromas. —Era el mejor.
Lucas se quedó en silencio. Algo en ese tono le cerró la boca. No era solo respeto. Era amor. Un vínculo que seguía vivo, incluso ahora. Y lo entendió. Camuel aún lo extrañaba.
Entonces, con cuidado, preguntó:
—¿Hace cuánto fue eso?
Camuel bajó la mirada a su taza. El líquido oscuro temblaba ligeramente con sus manos. Y, con una calma helada, respondió:
—1833.
El corazón de Lucas dio un vuelco. Su cuerpo entero pareció detenerse.
—¿Mil…?
—833 —repitió Camuel.
Lucas hizo los cálculos sin hablar.
—Y ahora estamos en… 2010.
177 años.
Ciento. Setenta. Y siete.
Lucas lo miró como si lo viera por primera vez.
—Camuel… llevas muerto 177 años.
Camuel no respondió. Solo asintió. Pero verlo reflejado en los ojos de Lucas, tan abiertos, tan humanos, le hizo sentir de golpe el peso real del tiempo.
Por primera vez, incluso para él, esa cifra dolía.
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Editado: 17.06.2025