Camuel parpadeó lentamente, tratando de asimilar las palabras de Lucas.
—¿Disfrutar la vida de los vivos…?
Lucas asintió con entusiasmo, moviendo las manos como si estuviera revelando una verdad universal.
—¡Sí! Es raro, lo sé. Pero por alguna razón extraña, puedes envejecer, comer, dormir y caminar entre los vivos como si fueras uno de ellos.
Se cruzó de brazos, dándole una mirada firme y casi solemne.
—A mí eso me suena como a un superhéroe.
Camuel lo miró con incredulidad.
—¿Un superhéroe?
Lucas se dejó caer sobre el borde de la cama con exagerada confianza.
—¡Sí! ¡Mira tus poderes! Eres inmortal, puedes controlar la luz, guiar a los espíritus… y además puedes tocar cosas.
Camuel levantó una ceja.
—Los vivos también pueden tocar cosas, Lucas.
—Pero tú eres un muerto que puede hacerlo. ¡Eso te hace especial! —replicó Lucas, como si acabara de ganar la discusión.
Camuel soltó un suspiro, pero antes de que pudiera responder, Lucas ya se había inclinado hacia adelante, visiblemente emocionado.
—¡No solo puedes tocar a los vivos, Camuel! Puedes comer, dormir… incluso tocar a otros fantasmas. ¡Eso no es normal! —se levantó de un salto, señalándolo como si lo estuviera presentando en un espectáculo—. ¡Camuel, tienes superpoderes!
Camuel parpadeó, debatiéndose entre reír o tomarlo en serio.
—Lucas…
—¡Shh! —lo interrumpió, subiéndose a la cama y apuntándolo con ambas manos como si lo coronara—. ¡Eres un fantasma que puede vivir como un humano! ¡Eso es increíble!
—Y sin embargo, aquí estoy, sintiéndome horrible.
—¡Por eso tienes que empezar a disfrutar más la vida de los vivos! —exclamó Lucas, dejándose caer de espaldas sobre la cama con un suspiro dramático—. Tienes una oportunidad que ningún otro espíritu ha tenido. Puedes hacer más que solo ser el Guardián del Cementerio.
Camuel bajó la mirada. Las palabras retumbaban en su mente como campanadas suaves. Podía caminar entre los vivos. Podía sentir lo que ellos sentían. Y, sin embargo, nunca se había detenido a hacerlo. Había vivido atrapado en su rol, en su deber, en su muerte. Pero… ¿y si podía hacer más que existir?
Lucas se giró hacia él con una sonrisa amplia, confiada.
—Así que dime, amigo mío… ¿vas a seguir encerrado aquí sintiéndote miserable o vas a salir y empezar a vivir un poco?
Camuel soltó un largo suspiro.
—Si dejo que me arrastres a otra de tus locuras… no me dejarás en paz, ¿verdad?
Lucas sonrió con picardía.
—Ni en un millón de años.
Camuel cerró los ojos un momento, pensándolo. Y luego, con la misma calma con la que enfrentaba fantasmas y tormentas, se puso de pie.
Lucas lo miró como si acabara de recibir el mejor regalo del mundo.
—¡Eso es! ¡Lo primero que haremos es—!
—Voy a salir… pero a mi ritmo, Lucas —interrumpió Camuel, levantando una mano.
Lucas puso cara de indignación fingida.
—¿Qué? ¿No quieres ponerte una capa y luchar contra el crimen?
—Definitivamente no.
Lucas soltó una carcajada. Pero dentro de él, algo se aflojaba. Porque, aunque fuera poco a poco, Camuel estaba dando un paso. Y Lucas iba a asegurarse de que no se arrepintiera.
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Un Paso en el Mundo de los Vivos
Camuel decidió empezar con calma. No era como Lucas, impulsivo e imprudente. No podía simplemente lanzarse al mundo con los ojos cerrados. Así que fue al único lugar donde nunca se sintió un extraño: el pueblo. Caminó por las calles que conocía de memoria, dejando que el aire y el ruido lo envolvieran. Las mismas casas, los mismos rostros. Solo que ahora, algo en él era distinto.
Los primeros en notarlo fueron los ancianos. Muchos creían que “Camilo” siempre había estado ahí, ayudando con su voz tranquila, ofreciendo su mano sin pedir nada. Lo habían visto crecer, o al menos, eso pensaban. Por eso, cuando lo vieron acercarse, lo saludaron como a un viejo amigo que vuelve tras un largo viaje.
—¡Camilo! —dijo una señora con un pañuelo floreado en la cabeza—. Tiempo sin verte, muchacho. ¿Dónde has estado?
—Aquí y allá —respondió con una sonrisa suave—. He estado ocupado.
Los ancianos asintieron con comprensión.
—Eso pasa cuando uno se hace mayor —bromeó otro.
Camuel contuvo la risa. Si ellos supieran…
Visitó luego a los vendedores: el panadero, el frutero, el carnicero. Aquellos que siempre le ofrecían una palabra amable, una historia simple, una sonrisa sin motivos. El panadero, un hombre grande con las manos llenas de harina, lo recibió con la misma calidez de siempre.
—¡Camilo! —exclamó—. Toma, recién salido del horno. Sé que te gusta.
Camuel aceptó el pan con sorpresa. Era la primera ves que Camuel dudo en poder sostenerlo. Porque, para todos ellos, él era tan real como cualquier otro. Y por un momento, se sintió parte del mundo. Un hombre, no solo un espíritu. Alguien que vivía, aunque su corazón no latiera.
Dio un pequeño suspiro y caminó más despacio, observando todo con una mirada nueva. Tal vez Lucas tenía razón. Tal vez podía aprender a vivir. No como un humano exactamente… pero tampoco como el fantasma que había sido hasta ahora.
Quizá, en casi dos siglos, Camuel no estaba atrapado entre los mundos.
Tal vez… estaba encontrando el suyo propio.
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El Pacificador y las Casamenteras
Camuel seguía paseando por el pueblo, dejándose llevar por la calidez de cada saludo, por las risas suaves de los ancianos y los gestos amables de los comerciantes. El aire tenía ese aroma a pan recién horneado y a historias compartidas en voz baja. Él se permitío no pensar demasiado, solo observar, respirar lo invisible y disfrutar del presente.
Pero la tranquilidad no duró mucho.
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Editado: 17.06.2025