Camuel se sentó en una banca de la plaza, con los hombros ligeramente caídos y la mirada perdida entre el murmullo del pueblo. A lo lejos, se oían las risas de los niños jugando, el chapoteo constante del agua en la fuente, el tintinear de cubiertos desde alguna casa cercana. Todo sonaba tan normal… tan lleno de vida. Y sin embargo, él no lo era. Esa idea volvía una y otra vez, como una piedra en el zapato. Lo inquietaba más de lo que quería admitir.
Entonces, sin anunciarse, un anciano de andar pausado se sentó junto a él. Llevaba un bastón de madera pulida y una boina gris que le daba cierto aire de sabiduría antigua. Se acomodó con calma, soltando un suspiro que sonaba a costumbre más que a cansancio. No dijo nada. Solo se quedó ahí, con las manos cruzadas sobre el bastón, observando la plaza con una serenidad apacible.
Camuel lo miró de reojo. Dudó en hablar. Pero la duda lo apretaba por dentro, quemándole en la garganta.
—¿Por qué me tratan así? —preguntó finalmente.
El anciano giró la cabeza hacia él, arqueando una ceja.
—¿Perdón?
Camuel bajó un poco la mirada, aunque su voz se mantuvo firme.
—Estoy seguro de que ustedes saben que… no soy normal.
El anciano soltó una risa breve, cálida. No era burla. Era comprensión.
—Muchacho… ¿y quién en este mundo es normal?
Camuel lo miró, desconcertado por la simplicidad de la respuesta.
—Mira a tu alrededor —dijo el hombre, señalando con su bastón sin apuro—. Ese niño allá juega solo desde que tiene memoria. Dice que su amigo imaginario se esconde cuando alguien más aparece. ¿Será imaginario? ¿O será algo que tú mismo podrías ver?
Camuel siguió la dirección que le marcaba. Un niño pequeño reía con entusiasmo, girando sobre sí mismo, como si alguien invisible le respondiera el juego.
—Esa mujer que vende flores —continuó el anciano—, jura que su madre muerta le habla en sueños. Dice que la guía en cada decisión.
Camuel vio a la florista sonreír mientras envolvía un ramo. Su aura era tranquila, casi luminosa.
—Y yo —añadió el anciano, con una sonrisa ligera— he visto cosas que no sabría cómo explicar. Y aprendí, con los años, que el mundo no es tan simple como parece. Lo invisible no siempre es irreal.
Camuel frunció el ceño, tratando de procesar cada palabra. No eran explicaciones. Eran verdades suaves, entregadas sin presión. El anciano lo miró con paciencia, como quien ha aprendido a dejar que los silencios respiren.
—Camilo… —dijo finalmente—. Hemos vivido contigo por generaciones. Nos has ayudado. Nos has protegido. Hemos perdido seres queridos y tú estuviste ahí, incluso cuando no podíamos entender cómo. Nos diste paz. ¿Por qué habríamos de tratarte diferente?
Y con una palmada en el hombro, firme y amable, se levantó y se alejó caminando con lentitud.
Camuel lo siguió con la mirada, en silencio. No esperaba esa respuesta. Había salido buscando alivio, o quizá una confirmación de sus dudas… y en cambio, había encontrado aceptación. Verdadera. Natural. Como si nunca hubiera sido una pregunta.
Se levantó con calma y comenzó a caminar de regreso al bosque. Pero esta vez, su mirada sobre el pueblo fue distinta. Vio a los ancianos que lo saludaban con una sonrisa, a los vendedores que lo reconocían con un gesto de respeto, a los niños que le hacían señas con naturalidad, como si fuera parte de sus días desde siempre.
Y entonces lo entendió.
Para ellos… siempre lo había sido.
Por primera vez en mucho tiempo, no sintió que caminaba entre los vivos como un extraño. No como un espectro infiltrado en un mundo que no le pertenecía. Sentía que estaba donde debía estar. Que no solo vivía entre ellos… sino con ellos.
Cuando llegó al borde del bosque, lo vio esperándolo. Lucas estaba allí, recostado contra un árbol con los brazos cruzados, una sonrisa satisfecha dibujada en el rostro.
—Entonces —dijo con tono burlón—, ¿cómo fue tu gran aventura entre los vivos?
Camuel lo miró en silencio. Y luego, con una calma nueva, sonrió.
—Interesante.
Lucas soltó una carcajada.
—¡Ja! ¡Sabía que te gustaría! ¡Vamos, cuéntamelo todo! ¡No me digas que alguna casamentera te propuso matrimonio!
Camuel negó suavemente con la cabeza, caminando junto a él. No necesitaba contarlo todo. Al menos no ahora. Pero algo en su interior se había soltado. Una grieta se había abierto, no para romperlo… sino para dejar entrar un poco más de luz.
Tal vez Lucas tenía razón.
Tal vez vivir no era una tarea imposible.
Y tal vez, solo tal vez… estaba empezando a hacerlo.