Todas las cosas cambian; es un hecho innegable. Como dijo una vez un sabio de Arvarth, ningún hombre se baña dos veces en el mismo río. Esta verdad se aplica a todo: a los árboles que mudan su forma con las estaciones, a los pueblos que se transforman con el paso de las décadas, y a hechos tan simples —y tan crueles— como el tránsito de un muchacho hacia la adultez.
Karvengrad era una ciudad ubicada al noroccidente de Elyazna. En los últimos años había adquirido gran importancia debido a la proliferación de fábricas que se alzaban sin descanso en sus distritos. El cielo, antaño puro y silencioso, fue reemplazado poco a poco por una espesa capa de hollín que brotaba de los hornos industriales. Para los adultos, aunque la respiración se volvía incómoda y el aire más pesado, aquello era un sacrificio necesario. Todo era en favor de la nación. Nada importaba en pos de la máquina.
En una de las casas —aunque sería difícil señalar cuál exactamente, pues todas eran idénticas: bloques grises donde la gente simplemente dormía— vivía un niño llamado Aleksei. Tenía doce años y se encontraba encerrado en su habitación: un espacio blanco y aséptico donde apenas se distinguían una cama, un pequeño nochero y, de manera casi absurda, dos estanterías repletas de libros sobre política, ciencia, matemáticas y otras materias que solo parecían interesar a los adultos.
Hijo de uno de los empresarios más influyentes de la ciudad, Aleksei fue educado desde pequeño para asumir, algún día, el papel de su padre en el progreso del país.
“Todo por el bien de la máquina”, era la frase que escuchaba desde que tenía memoria.
En Elyazna, todos tenían una función que cumplir dentro del gran mecanismo de la existencia, y bajo esa excusa su educación fue llevada al extremo. No importaba cuánto estudiara, cuánto practicara o cuánto se esforzara: nunca era suficiente.
—No puedes ser bueno —le repetía su padre—. Debes ser perfecto.
Y cuando no cumplía con esas expectativas, el castigo era inevitable.
Aquella era una de esas noches.
De esas en las que estás encerrado en tu cuarto después de que tu padre te golpeara las muñecas con una vara hasta hacerte sangrar, y luego te enviara a dormir sin cenar. Aleksei ya estaba acostumbrado a eso… y lo odiaba.
Odiaba a su padre.
Odiaba Karvengrad.
Odiaba el mundo que los adultos habían construido y del que, algún día, se suponía que debía formar parte.
—Lo detesto —murmuró—. Detesto este mundo inmoral… esta cruel realidad que crearon los adultos.
Se acercó a la ventana y observó el poco cielo que aún lograba filtrarse entre el humo. Por un instante, el hollín pareció disiparse, y la luna quedó suspendida en un fragmento de claridad imposible.
—Quiero ser un niño por mucho más tiempo.
Las horas pasaron lentamente. En aquella extraña noche silenciosa, Aleksei solo podía oír el tic-tac constante del reloj. Y, aun así, no lograba dormir.
Cuando se dio cuenta, ya eran las tres de la mañana y seguía despierto. Aquello era malo. Tenía clases dentro de unas pocas horas y no había descansado nada. Sin duda, era una situación lamentable. ¿Acaso tendría que sufrir así por el resto de su vida solo por haber nacido en Elyazna?
Cuando tenía cinco años, su abuela le contó una infinidad de historias sobre el resto del continente. Con cada palabra que ella pronunciaba, Aleksei podía vislumbrar las escenas frente a sus ojos: vio a los piratas de Marendyr enterrar cofres repletos de tesoros en islas lejanas; a los caballeros de gallarda figura salvar princesas en Galethia; e incluso a los grandes muros de la ciudad de Floraria, al otro lado del Mar Errante.
Soñó muchas veces con vivir aquellas aventuras, pero al final siempre llegaba el golpe de la realidad, devolviéndolo a su triste vida.
—Ojalá no hubiera nacido —murmuró, mientras una lágrima descendía por su mejilla.
Tras pronunciar aquellas palabras, sus párpados se volvieron pesados. El sonido del reloj había desaparecido, pero no le dio importancia. Al fin iba a poder dormir, aunque fuera un poco.
PUM.
Un estruendo lo despertó de golpe.
¿Había ocurrido un accidente en alguna fábrica cercana?
¿Se había incendiado una casa?
Comenzó a mirar a todos lados, con el corazón acelerado, incapaz de creer lo que sus ojos contemplaban. Los muros de blanco silencio habían desaparecido por completo, sustituidos por un bosque amplio y vibrante, donde los colores parecían demasiado vivos para ser reales. El verde no era uno solo, sino muchos; el cielo se filtraba entre las copas de los árboles como una promesa, y la luz danzaba sobre el suelo cubierto de hojas.
Bajó la mirada hacia sí mismo, todavía incrédulo.
Su pijama había desaparecido. En su lugar vestía ropas ligeras, gastadas en los bordes, pero cómodas: una camisa amplia, un cinturón de cuero sencillo y botas suaves, como las que había visto en los libros de aventuras. Al mover los brazos notó algo más. No había dolor. Las heridas de sus muñecas habían desaparecido por completo, sin cicatrices, sin rastro alguno, como si nunca hubieran existido.
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Editado: 23.12.2025