Canciones en Paris

Ocho

La pizza nos llegó fría. No me atreví a conminar queja alguna. ¿Por qué el repartidor debía cargar con la culpa de que hubiésemos dado al revés la dirección? La pizza era de piña con queso, mí preferida, también la de Raphael, y una vez pagada, me encargué de subirle una generosa porción a Joyce, quien, visualizando una cena casera, se partió de risa al enterarse del fiasco culinario que era su hermano: más tarde  le propinó un mordisco a su cena y casi que le pude oír ronronear.

—No son ronroneos, Miss Eyre, son mis tripas rugiendo.

—Menos mal no tenías hambre, eh.

—Créeme, nada que venga de Raphael puede venir con buena intención.

—Algo así me han dicho —pero al revés—, en fin, disfruta tu cena.

Cinco minutos después apareció Blair Chevalier en la puerta. Recién salida de la ducha y, exenta de galanuras, usaba una camiseta deshilachada de The Beatles.

Su repetina presencia irrumpió mi paz al instante. No sé qué me sucedía con la muchacha, pero, cuando la tenía al frente, me veía obligada a pasarle por alto ciertos ademanes antipáticos y, soñando despierta, me divertía planificando maneras de desaparecerle de la faz de la tierra sin que me descubriesen en el proceso. Pero, queriendo quedar bien con Raphael, me esforcé en sacarle conversación, acción que me costó sobrellevar.

—¿A quién se le habrá ocurrido cruzar la piña con la pizza? —quejumbró, frunciendo el ceño—. ¡Es una abominación!

Raphael desde hacía unos minutos solo existía para complacer a Blair, uno por uno, le fue quitando los pedazos de piña a la pizza.

—Tienes razón, es abominable —consintió, y yo me reservé las ganas de abuchearle: hace cinco minutos había dicho que era su combinación preferida.

Me crucé de brazos.

Sintiendo que sobraba en aquel mueble, le propuse al patrón de la casa marcharme en cuanto llegara el Uber.

—Quédate, Gaby. La película no tarda en empezar. Es de las favoritas de Blair, quizá también sea la tuya —mientras decía esto, Raphael alargaba sus manos hacia las caderas de Blair, y ella le lanzó una mirada fulminante en cuanto recordó que no se encontraban solos.

Desistí.

—Eres muy amable, Raphael, pero es hora de irme.

No sé que me habrá pasado por la cabeza cuando sugerí venir a su departamento, pero me he colado en casa ajena y ahora no hallo como escaparme de ella sin parecer grosera.

—Nos vemos mañana, Gaby —Raphael me dedicó una breve sonrisa y algo en aquel gesto me revolvió de golpe el estómago.

Le devolví la sonrisa, un poco torpe. Y por un instante odié que una parte de mí albergara aun esperanzas por aquel hombre. ¿Es posible que mi insistencia se debiera a que quería obtener de él algo más? Como sea, desde que tengo uso de razón, las patadas en el estómago no eran nunca una buena señal.

Usando el tono más firme que conseguí articular, confirmé la carrera de mi Uber mientras aguardaba su llegada sentada en el diván.

La pareja, incapaz de entender que no se encontraban solos, se perdieron rápidamente en la contemplación del otro y, hubieran llegado a más si no los hubiera impertinado de cuando en cuando lanzándoles los restos de la cena en modo de autodefensa.

—Feliz noche, que disfruten de Amélie —me despedí en cuanto pitó el Uber. Apenas asimilaron mi despedida, se introdujeron enérgicos en un juego pícaro a lo que yo acabé especulando que se trataba del preludio de un revolcón que se prolongaría hasta más tardar la madrugada—, les ofrecería un preservativo, pero es demasiado tarde para eso.

Una vez en el vehículo, mis quisquillosos pensamientos dieron un giro tan brusco que inclusive temí haberme vuelto bipolar.

Estaba celosa, celosa de que alguien follaba esta noche mientras yo me iba, cual niña de treinta años, a mi lúgubre departamento a leerme otra novela ficticia donde el amor triunfaba sobre todas las cosas y todos eran felices para siempre.

Este nuevo descubrimiento me dejó fría.

—He cambiado de parecer, Monsieur —le dije al chofer—, déjeme cerca del canal Saint-Matin.

Mis andanzas por las callejuelas me habían convertido, sin quererlo, en una audaz conocedora de lugares y plazoletas de antaño dignas de admiración y pompa. Entre dichas reliquias del pasado, se encontraba el canal de Saint-Matin, que como según investigué más tarde, se construyó en 1825 para traer agua potable a la ciudad.

Caminé sosegadamente por el lago, con una extraña sensación de soledad batiendome el pecho. La lluvia había menguado y ya no me parecía tan aterradora como al principio. Hallé belleza donde antes encontré tormentas.

¿Así serían todos los días a partir de ahora? Desconsoladores, angustiantes, como la más pausada y desgarrante tocada de piano jamás hecha.

Pensé en lo diferente que sería esta escena si alguien me llevara de la mano, 
y yo lo amara como nunca he amado a nadie. Con la ayuda de mi imaginación,  dibujé una sombra sobre las aguas verdes, casi esmeraldas, donde París no era más que formas e imágenes muy confusas. La sombra no tenía que ser demasiado alta, ni muy fornida, ni llevar una exitosa carrera por delante, solo tenía que llevarme de la mano, y con su alma tocar la mía, y con su boca acallar la terquedad de la mía, hasta llegar al mecanismo de mi corazón: a ese tornillo suelto que me volvía defectuosa en el amor.

Sonreí con pena. Había perdido mi oportunidad con Leandro, de ahora en adelante, serían mis pasos los que determinarian el rumbo de mi vida. Y no los de alguien más.

Queriendo inmortalizar el momento, le he sacado una fotografía al lago que no he tardado en subir al Instagram, anhelando, igual que una niña pequeña, que Leandro la viera y recordara, que alguna vez prometió mostrarme todo París.

Anduve por el canal dejando un rastro de luces de farol que se pintaban de verde a rojo y de rojo a amarillo tras mi paso.

Por Saint-Matin me topé con un cuarteto de franceses a quienes mi solitaria presencia les granjeó de inmediato una confianza desmesurada y bochornosa. Jovenes de veinticinco o veinticuatro años, dotados de una energía masculina que utilizaron en mi contra para ofrecerme unos cuantos tragos en algún bar muy cerca de aquí.




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