Canciones en Paris

Trece

—Prométeme que no se lo dirás a nadie —sentada en uno de los taburetes de la barra, incliné mi cuerpo levemente hacia adelante, casi cruzando el tablete de madera que dividía al Bar Coffee del umbral de la Demoiselle, y con temor a que alguien me oyera, murmuré—, esto debe quedar entre nosotros.

—No creo que vaya a funcionar —contestó lacónico él, dándome la espalda.

Raphael se encontraba puliendo una de esas tazas con el estampado de la torre Eiffel que los Meyer vendían como souvenir durante la temporada de turistas, y que yo misma había comprado ilusionada antes de saber que las adquirían directo del mercado de pulgas, y luego revendian al triple de su precio.

No conforme con su respuesta, le insistí dos veces más. Con la mitad del cuerpo delantero apoyado contra la barra, aturdí al francés tanto como mis habilidades como mujer entrometida me lo permitieron.

—Es una mala idea —Replicó, sin tomarse la molestia de mirarme a la cara—, él se enterará.

—No si tú me ayudas —contraataqué, sin darme nunca por vencida.

—No sabes como reaccionará, o peor aún, como se lo tomará, hay cosas que es mejor dejarlas como están.

—Te digo lo que va a pasar —me proyecté a mí misma liderando una obra de buena voluntad hacia otra persona que no fuera yo y, sonreí satisfecha por eso—: lo amará.

—Es Joyce. Créeme, lo sabrá —continuó puliendo las tazas, en silencio.

Hicimos una pausa de veinte minutos.

Aproveché el receso para preparar mis siguientes movimientos, pero Raphael ya prevía que no me cansaría hasta obtener lo que quería de modo que se giró hacia a mí y no le quedó más remedio que mirarme a la cara.

Algo en sus ojos despedía un brillo triste.

—Nunca, nunca lo hemos hecho —murmuró, dejando de lado su trabajo para apoyar las manos en la barra.

Queriendo serle de utilidad, al menos una vez en el día, busqué su mano más cercana por el mesón, y la estreché contra la mía.

—Creíamos que no lo soportaría... ella solía encargarse de estas cosas, nosotros no sabemos como acercanos a él.

—Por eso debemos hacer algo —le recordé, no un tono recriminatorio como esperaba él, sino como quien desea despertar la protección de un hermano mayor.

Funcionó.

Con una expresión afligida, prometió que me ayudaría con mi proyecto, y que haría lo posible por mantenerlo en secreto, hasta que llegara el momento.

—Será necesaria tu discreción —le señalé.

Raphael bufó.

—Discreción y un grato ambiente laboral son dos cosas que no tenemos. Ahora, Gaby, ¿Puedes explicarme porque estás financiando un adulterio en masa con las mujeres de esta familia?

Sonreí lobuna: Raphael llevaba toda la mañana intentando hacerme esta pregunta, pero le anduve esquivando así que solo conseguí incrementar aun más sus inquietudes.

Me gustaba exagerar las cosas de vez en cuando.

—Se le dice despedida de soltera, y hasta donde sé, ustedes también harán la suya —con esta llana respuesta, me limpiaba las manos a cualquier sospecha que se estuviera haciendo, y asimismo dejaba el campo abierto para que él me contará sobre sus planes de esta noche. Sin pedirlo siquiera.

Raphael cayó enseguida en mi trampa, y más alterado de lo que hubiera creído, me habló deliberado sobre sus planes.

—Play Station, Fútbol, unas cervezas y unos porros, eso es todo. —bufé—. No somos los zorros que ustedes piensan que somos. En cambio, sé que se preparan para una fiesta, y no cualquier fiesta... blair se ha encargado por internet una peluca y unos tacones de dos metros... ¿estás segura que no van a salir en busca de diversión más tarde?

Me encogí de hombros, aburrida, ¿cómo se llama ese momento cuando las mujeres tenemos de repente el control absoluto sobre nuestros hombres? Nadie hubiera creído que una pequeña salida entre amigas pudiera despertar tanto revuelo entre los caballeros de la familia.

—Gaby, no me ignores, por favor.

—¿Perdón? ¿Dijiste algo?

Me miré las uñas de las manos. Hoy me tocaba cita con la manicurista.

—¡Gaby, maldita sea! ¡Di algo!

—¿Qué quieres que te diga? Soy una treintañera, estoy soltera, me gusta el vodka y los vinos caros, y los hombres que creen que soy bonita.

—También te gustan los niños —me lanzó él, ronroneando.

—Detente ahí —le advertí, señalándolo con mi dedo ensortijado.

—¿Qué es lo más sexy de mi hermano, su cabello rizado o el colágeno que corre por su cuerpo?

Le dediqué una revirada de ojos y me fuí a limpiar la mesa de unos comensales. Todo el mundo lo sabía, que Joyce y yo habíamos salido a dar un "paseo" por la ciudad, y por alguna razón ahora nos creían pareja. Él y Colín se comportaban como unos chiquillos cuando nos veían juntos.

No lo demostraba pero estaba avergonzada.

—Solo quiero saber a donde van, eso es todo —continuó Raphael desde su posición.




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