A la mañana siguiente, Candado se despertó con un dolor punzante en todo su cuerpo debido a la incómoda postura en la que había dormido. El sonido de sus huesos crujiendo al moverse resonaba en la habitación. El sol penetraba a través de las cortinas y bañaba su rostro con su radiante claridad. Al observar su palma, notó que el misterioso círculo que la había atormentado había desaparecido. Sin embargo, su mente seguía atormentada, lejos de encontrar la paz que anhelaba.
Apenas el día anterior, Candado había descubierto que Gabriela, su hermana, había sido asesinada. Un profundo sentimiento de culpa lo invadió. Sus ojos, que alguna vez irradiaron vida, ahora estaban opacos y contenían un odio inmenso, pero estaba impotente. Había desahogado su ira y frustración en Hammya, quien era completamente inocente. Candado se sintió culpable y deseaba disculparse adecuadamente con ella. Si no fuera por su sensibilidad para percibir ruidos mientras dormía, Hammya habría sido asesinada por Tínbari sin dudarlo, ya que este último no titubeaba en enfrentar a los enemigos de Candado.
Fue en ese momento que decidió controlar su ira y centrarse en encontrar a la persona responsable de la muerte de su hermana y su abuelo. Había quedado perplejo al descubrir que Gabriela no había fallecido por una enfermedad, sino a causa de un poderoso y mortal conjuro, un conjuro que también fluía por sus venas. Aunque la muerte no le causaba temor, no deseaba morir en ese momento. Necesitaba descubrir la verdad y atrapar a los responsables, incluso si eso implicaba matarlos. Su objetivo era doble, pero tenía la fuerte sospecha de que ambos estaban relacionados de alguna manera.
Cuando intentó moverse, se dio cuenta de que Yara, su hija, aún estaba dormida en su regazo con los ojos cerrados. Verla así le generó una sensación de ternura y nostalgia. Sabía que tenía tiempo para reflexionar sobre el asunto, pero hoy era un día especial, tanto para él como para Yara; era su cumpleaños.
Con delicadeza, Candado acarició la mejilla de Yara con su palma. Estaba tan tranquila durmiendo que le daba pena despertarla, pero no quería pasar su día durmiendo. Así que la levantó y la hizo reír con cosquillas en el abdomen. Yara se rio y saltó de la cama en un intento desesperado por escapar.
—¿Qué pasa? —preguntó Candado.
—Ya es hora de despertarse, bella durmiente.
—¿Dónde estoy? —preguntó Yara mientras agarraba el payasito que yacía en el suelo.
—Estás en mi casa.
Pero Yara no prestó atención a sus palabras. En cambio, se bajó de la cama y abrazó al peluche.
—Carita pintada, ¿Qué haces en el suelo?
—¿Carita pintada?
—Sí, le acabo de dar ese nombre a mi nuevo amiguito.
Candado hizo una mueca y alzó a Yara.
—Bueno, tú y Carita Pintada deben lavarse las manos —dijo con una sonrisa mientras la llevaba hacia el baño.
En el baño, la colocó en un pequeño taburete para que pudiera alcanzar el lavamanos. Candado abrió el grifo y mojó una pequeña toalla que colgaba cerca. Luego, limpió suavemente el rostro de Yara, eliminando los rastros de sueño de sus ojos y labio superior. Después, tomó un cepillo y comenzó a peinar su cabello mientras ella lo miraba a través del espejo. Yara notó una sonrisa en el rostro de Candado.
—Hoy te veo más feliz.
Candado miró a Yara a través del espejo mientras continuaba cepillando su cabello. La dulce voz de su hija llenó la habitación.
—Hoy cumples cinco años. Estoy muy orgulloso de verte crecer. Hace cinco años, en un día como hoy, llegaste a mi vida, y eso es algo por lo que estoy agradecido.
—Yo también estoy feliz de estar contigo, tío Mauricio, Logan, Diana, Clemi y Hammya.
Candado arqueó una ceja, intrigado.
—¿Quién es Hamaya?
—Hamaya, Hamaya, la chica del cabello verde.
—Ah, te refieres a Hammya.
—Sí, ella. Es una buena persona.
Candado sonrió, aunque sus palabras no coincidieran con su sonrisa.
—Sí, lo sé, aunque puede ser un poco tonta, débil e impertinente a veces. Pero, supongo que también tiene su lado bueno.
—Es muy hermosa, muy hermosa.
Candado asintió, pensando en las palabras de su hija.
—Sí, es bonita, de eso no puedo negarte eso.
Después de cepillarse los dientes juntos, Candado le recordó a Yara que no debía tragar la pasta dental. Mientras Candado tragaba el dentífrico, Yara intentaba escupirlo, pero el lavabo era demasiado alto para ella. Sin embargo, Candado la alzó y la ayudó a escupir correctamente. Luego, le dio un vaso de agua para que se enjuagara la boca.
—Escupe.
Yara tomó el agua y, sin inclinar la cabeza hacia atrás como debía, terminó empapándose a sí misma y a Candado. Sin embargo, en lugar de enfadarse, Candado rió al ver la expresión de Yara. Tomó una de las toallas del cajón cercano y la ayudó a limpiar su carita y el área de su cuello. Después, se secó a sí mismo.
Candado dejó su cepillo en su lugar y Yara hizo lo mismo, pero con ayuda de su padre, ya que no alcanzaba el mostrador por sí sola.
—Listo, es hora de vestirse —anunció Yara con una sonrisa.
—Sí, por supuesto.
Candado y Yara salieron del baño, pero antes de seguir adelante, Candado tomó una corbata del perchero y la usó para vendarle los ojos a Yara.
—¿Qué pasa? —preguntó Yara confundida.
—Es una sorpresa —respondió Candado con una sonrisa enigmática.
—¡Sorpresa! Me encantan las sorpresas.
Candado se dirigió a su ropero, abrió una caja verde y con cuidado sacó un vestido violeta entallado y escotado, con detalles en blanco en el cuello y las mangas.
Yara estaba llena de emoción, saltaba y aplaudía en anticipación.
Candado se acercó a su hija, se inclinó a su altura y dijo:
—Ahora voy a quitarte la venda, y tú, señorita, mantendrás los ojos cerrados. No los abras hasta que yo lo diga.
—¡Bien, lo haré!
Con cuidado, Candado retiró la corbata que cubría los ojos de Yara. La niña tenía los ojos bien cerrados y fruncía la frente con fuerza.