El postigo de la puerta se desplomó al suelo con estrépito; las rejas resonaban, y el sonido se extendía por toda la zona y sus alrededores. Aquella noche de tormenta en la ciudad de Buenos Aires dejaba las calles vacías. La lluvia caía inclemente sobre los hombros de Esteban y su fiel camarada, Addel, quien lo seguía por órdenes de Maldonado. La ira del caballero se manifestó en la fuerza brutal de una patada. Al igual que Candado, Esteban no había cerrado los ojos desde que conoció la trágica muerte de su compañero. Desde el funeral, su único propósito fue buscar al asesino, sin descanso ni tregua.
En los meses que sucedieron a los eventos con los Semáforos, Esteban enfrentó el arrollador embate de críticas y elogios. No permitiría que lo destituyeran sin una respuesta. Se encargó de dirigir a sus equipos hacia cada rincón del mundo, buscando limpiar el nombre del F.U.C.O.T. La rabia y la desesperanza empezaban a desbordarse en su mente; cada paso y cada segundo resonaban con la repetitiva idea de humillar a Candado. Aunque muchos insinuaban que su liderazgo se estaba pudriendo, él hizo oídos sordos y continuó su incansable búsqueda.
Hacía apenas unos días que Esteban recibió un mensaje de un conocido. Se encontraba en el lugar donde habían asesinado a su compañero y amigo, Guillermo. Su estado mental se deterioraba minuto a minuto, incluso su novia no lograba hacer entrar en razón a Esteban. No se daría por vencido hasta encontrar al asesino de su amigo.
La dirección lo condujo hasta una casa abandonada en el conurbano bonaerense. No tenía la intención de ser amable con el testigo que se encontraba residiendo en ese lugar tan desolado. El primer paso fue lo más sencillo para él: aventurarse en la casa. Una vez que destruyó la puerta y el postigo con una fuerte patada, era hora de revisar la zona donde lo habían encontrado. El olor a podredumbre impregnaba el lugar; estaba sucio, con goteras notables, sin luz, muebles ni personas que habitaran el lugar. El suelo estaba hecho añicos, los azulejos se desprendían de las paredes y estas estaban carcomidas por la humedad. Era más que evidente que la casa estaba abandonada.
—No veo nada —dijo Addel.
Esteban observó una de las paredes y encontró un interruptor. Se acercó y le dio un puñetazo tan fuerte que atravesó la pared, luego dio una descarga eléctrica que proporcionó una tenue luz, aunque apenas había focos.
—Ahora sí, puedo ver —comentó.
Esteban no respondió, simplemente se dedicó a recorrer la casa en busca de algo útil para la investigación. Afortunadamente, la casa no tenía muchas habitaciones; parecía un departamento, pero más grande y con un poco más de espacio. Addel caminó por la sala de estar, y al pisar los escombros sintió algo. Se agachó, comenzó a apartar pedazos de madera y rocas uno por uno, hasta que encontró algo. Era una extraña moneda con la cara de Harambee.
—¿Qué hace esto aquí? —preguntó.
Addel se levantó, quitó la tierra de la moneda para poder observarla mejor.
—¡ESTEBAN! —luego sopló la moneda—creo que encontré una moneda Gremial.
Estaban volteó y se dirigió hasta él.
—Mira —dijo él mientras le entregaba la moneda—esto es una de esas cosas que nunca pensabas ver.
—Es una moneda falsa —dijo mientras se lo entregaba de nuevo—no me sirve.
—¿Moneda falsa?
—Es un método que usan los gremiales para poder ver los canales de televisión secretos de la O.M.G.A.B. cosas como noticieros, informes —luego se acercó a una especie de librero fabricado por ladrillos y pasó sus dedos ahí— y cosas gremiales —luego miró sus dedos negros como el hollín—Agh, qué asco, por lo visto ya nadie limpia aquí.
—Interesante, podría usar esto para analizar al enemigo y...
—Pierdes tu tiempo.
—¿Perdón?
—Esas monedas solo se usan una vez; después de ser utilizadas, su capa o chip se destruye y ya no sirven más.
—Oh, qué pena.
—Aunque me parece bastante llamativo. ¿Qué hace una moneda así en un lugar tan deteriorado como este?
—Seguramente esta fue la casa de uno de ellos.
Esteban entrecerró los ojos y luego miró a Addel.
—Mejor guárdala, creo que nos será útil, por ahora.
Esteban se dirigió a una sala que, por intuición, identificó como la cocina. En ese lugar no había piso, solo escombros, con un agujero grande en el techo por donde la lluvia penetraba.
—Aquí no hay nada que me sirva —pensó en voz alta.
Luego cruzó hacia el otro extremo, donde encontró una sala completamente destruida.
—Nunca pensé ver un lugar tan deteriorado como este.
Se detuvo al ver una rajadura poco usual en una pared que no estaba podrida ni invadida por hongos. Tenía un ligero golpe agrietado que se extendía desde su lugar de origen. Intrigado, colocó su dedo índice en la grieta y lo siguió hasta su lugar de origen, golpeteando tres veces con el mismo dedo.
—¡ADDEL! —gritó mientras observaba la grieta en la extraña pared.
Addel apareció en ese instante, aún sosteniendo la moneda.
—¿Sucede algo, señor?
—Mira esto, la grieta de esta pared no concuerda con este golpe; están bastante desparejos, sin mencionar que esta pared parece bastante nueva.
—¿Qué sugiere, señor?
Esteban metió la mano en el pequeño agujero y sacó un trozo de escombro que se deshizo en su mano. Después llevó la misma mano hasta su nariz y olió cada dedo.
—Qué curioso, está húmedo.
—Debe ser por la lluvia.
—No creo. Esta zona no está húmeda, sobre todo si hay demasiados escombros para evitar que el agua llegue hasta esta área en particular. Es imposible que llegue hasta aquí.
Luego se puso de pie y, sin mirar a Addel, dijo:
—Quiero que me digas qué hay detrás.
—Pan comido —dijo él mientras guardaba la moneda en su bolsillo.
Se paró en medio de la pared, dio cinco pasos hacia atrás y corrió con todas sus fuerzas hacia el muro, pero no lo atravesó ni lo traspasó. En cambio, chocó contra él y cayó al suelo muy adolorido.