El teléfono resonó a las 5:00 de la madrugada, un lugar poco adecuado en la habitación, sacándolo abruptamente de su sueño y revelando su ansia de vivir con ese rostro notoriamente demacrado. Candado, entre bostezos, descolgó el teléfono y atendió la llamada de uno de los seguidores de la agencia tricolor, Elías Vergara, conocido como el pino.
—¿Qué sucede? Son las cinco de la mañana, debo ir a la escuela en una hora. —Pues falta, te necesitamos.
Candado, molesto, encendió la luz, se frotó la cara, los ojos y la boca, y luego continuó.
—¿Qué ocurrió?
—Han atacado a la presidenta Julekha Chandra, es hora de que vengas aquí.
—Pero ya hablé con Rozkiewicz sobre este asunto.
—Hubo cambio de planes, ven lo más pronto posible.
—Es temprano.
—Y aquí también, ¿Pero ves que me estoy quejando? No seas payaso y ven.
—Por eso solo limpias las cagadas que hacen los Borradores, nunca vas a ascender.
—...
—¿Estás ahí?
—Lo siento, me quedé dormido escuchando tus discursitos.
—...
—¿Hola?
—...
—¿Candado estás ahí?
Luego, inflando sus cachetes de aire, dijo.
—¡EN SEGUIDA ESTOY ALLÁ!
En ese instante, se escucharon varios golpes detrás de la línea, ruidos como una silla cayéndose y el muchacho profiriendo maldiciones mientras se reincorporaba.
—Bien, ahora...
Candado colgó rápidamente el teléfono, manteniendo su actitud fría. Después de diez segundos, comentó.
—Je, pero qué torpe —luego mostró una sonrisa—. Es hora de trabajar.
Bajó de la cama, se dirigió al baño, encendió la luz y giró la llave, pero para su sorpresa, no salió agua.
—Oh vamos, no tengo tiempo para esto —luego golpeó tres veces con su dedo índice la llave, hasta que emitió un ruido extraño. Candado encendió su dedo y lo colocó en la canilla. Pero esta comenzó a vibrar y hacer ruidos extraños, y cuando Candado estaba a punto de tocar la llave, la canilla explotó y el agua terminó en su rostro, un chorro enorme que no parecía tener fin. Cuando finalmente se detuvo, Candado tomó la toalla y se limpió la cara.
—La... que me parió, asesinaré a Clementina.
Luego colgó nuevamente la toalla y salió del baño. Caminó hasta su cama y ahí se detuvo, levantó su brazo izquierdo y chasqueó los dedos, y, como siempre, las ropas volaron de su ropero hasta su cuerpo, usando exactamente la ropa que siempre lleva. Solo que, en lugar de su buzo, optó por su chaleco elegante rojo con botones blancos. Luego se puso su boina como accesorio final.
—Bien, estoy listo para el laburo.
Candado salió de su habitación y se dirigió hacia donde descansaba Hammya. Abrió la puerta con suavidad y se acercó a ella. Dormía plácidamente, con su rostro tranquilo y sereno sobre la almohada, abrazando a un oso de peluche y cubierta con frazadas, vistiendo pijamas verdes.
Candado se sentó en la cama y posó su mano en el hombro de Hammya.
—Niña, despierta, ya es hora de trabajar —susurró él.
Hammya hizo gestos con su cara, pero no se despertaba. Se dio vuelta y tomó el brazo de Candado.
—Niña, despierta, es hora de trabajar.
Hammya abrió momentáneamente los ojos, vio el rostro borroso de él, sonrió y volvió a cerrarlos.
Candado, ya desesperado, abrió y cerró sus manos repetitivas veces, señal clara de que estaba perdiendo los estribos. Luego alzó su mano izquierda, con el mecanismo en proceso, se acarició la nuca, inhaló y exhaló el aire que tenía dentro, y comenzó de nuevo.
—Niña —aclaró su garganta y continuó—, despiértate, hay que...
—No, Candado, no quiero comer morcilla.
—¡LA PU...! —Se tapó la boca y dio un grito mudo. Estaba claro que iba a explotar, pero rápidamente se tranquilizó, retiró sus manos de su boca, ajustó su corbata y continuó—. Nena, quiero que abras los estúpidos ojos que tienes, que muevas tus dos ineptas piernas y salgas de esta pieza, antes de que yo te saque a mi manera.
Hammya se dio vuelta y abrió los ojos.
—Buenos días, Candado —dijo ella con una sonrisa somnolienta.
—Buenos días. Ahora, hazme el maldito favor de levantarte.
—¿Por qué estás enojado?
—No lo estoy —se levantó de la cama y caminó hasta la puerta—. Vístete ahora; tendremos una larga y amarga mañana.
Candado cerró la puerta con fuerza y se encaminó hacia donde dormía Clementina. Se acercó a la sala, apartó un cuadro y allí estaba ella, dormida en la posición de un faraón egipcio. Candado colocó su dedo índice en su frente, y Clementina se despertó lentamente, emitiendo ruidos extraños. Abrió los ojos y ofreció un pronóstico.
—Carga al 100%, las mejoras están en funcionamiento —luego dirigió su atención a Candado—. Buenos días, señor. ¿Necesita algo?
—Sí, la verdad es que sí.
—Genial, huelo a peligro.
—Pensaba en descuartizarte.
—¿Por qué?
—Porque estuviste jugando con las cañerías.
—¿Yo?
—Sí, tú jugaste con las malditas cañerías.
—Fue un accidente.
Candado se llevó la mano a la frente.
—Olvídalo, no tengo tiempo para esto.
—¿Tiene trabajo por casualidad?
—Exacto —luego levantó su mano—. Acompáñame.
Candado y Clementina salieron del recinto y se dirigieron a la sala de estar. Se sentó en un sillón y miró a Clementina.
—Quiero que pases esta llamada a todos mis compañeros —luego levantó su dedo índice— sin excepciones.
—¿Se refiere a los que no están agremiados también?
—Exacto.
—Bien, entonces....
Candado levantó la mano.
—Me equivoqué, quiero que no venga uno.
—¿Quién, señor?
—Mauricio.
—¿Puedo preguntar por qué?
—No quiero que deje a Yara sola con esa gente extraña para ella. No tolero verla llorar; me parte el alma.
—Bien, eliminando a Mauricio de los contactos y.... listo —luego empezó a hacer ruidos chirriantes y continuó— localizados, ¿Dónde quiere que se reúnan?
—En la agencia Tricolor.