Sábado 3 de agosto de 2013. Nafula, la capital de Kanghar, es una ciudad que parece olvidada en el tiempo. Con más de medio millón de habitantes, aún no cuenta con carreteras ni un solo automóvil. Sus medios de transporte son carruajes impulsados por caballos y trenes. En sus calles se alzan grandes casas de madera y cemento, testigos de una época que se resiste a desaparecer.
Nafula debe su nombre a la hermana de Harambee, Nafula Mũkami. No hay una gran historia detrás de ello; simplemente, cuando la ciudad estaba por terminarse, decidieron bautizarla así porque la familia de Harambee estaba presente. O, mejor dicho, porque Chizuru lo sugirió por capricho.
Los nombres de los lugares más importantes de la ciudad también giran en torno a la familia de Harambee. La estación de trenes, Naramat, honra a su madre adoptiva, mientras que el hospital Wanjirũ lleva el nombre de su madre biológica. Y en la plaza Harambee, justo frente al Congreso, se alza una estatua de oro de ella montada en su león, una imagen imponente en medio del corazón de la ciudad.
Podría dedicar páginas enteras a describir Nafula, pero ninguna palabra haría justicia a su belleza. Es una ciudad que debe contemplarse con los ojos, no con meras descripciones.
El carruaje pasó sobre un bache, sacudiéndose violentamente. Héctor despertó con un sobresalto, maldiciendo internamente la incomodidad del viaje.
—Candado… —murmuró con voz pastosa.
—No, Candado no está aquí —respondió una voz delante de él.
Héctor se frotó los ojos y miró a la persona sentada frente a él.
—¿Quién eres?
—Eres un cretino, Ramírez.
Héctor parpadeó, aún desorientado.
—Lo siento, Leandro. No estoy acostumbrado a verte sin tu… ya sabes.
—¿Mi máscara? —rió con desgano—. Solo la uso cuando salgo de Kanghar… o de mi casa.
Héctor desvió la mirada hacia la ventana.
—¿Cuánto falta?
El carruaje se detuvo de golpe.
—Nada.
El cochero bajó y abrió la puerta.
—Puerto Neptuno, señor.
—Gracias, Erick.
Héctor descendió del carruaje, tomó su maleta y se volvió hacia Leandro.
—¿Vas a bajar?
—Esta no es mi parada —respondió Leandro, cerrando la puerta.
Héctor suspiró y miró al cochero.
—Salúdame a tu nieto.
—Sí, señor.
Ajustándose su sombrero blanco, Héctor avanzó hacia el puerto, donde un velero lo esperaba.
Tiempo después, el velero ancló en una isla pequeña, rodeada por una muralla imponente. Lo único que destacaba en el paisaje era una gigantesca puerta de metal, del tamaño de una secuoya. Frente a ella, una mujer aguardaba con expresión estoica.
—Ramírez Héctor —dijo en tono formal.
—Directora Helga.
—Una vez más, es un placer darle la bienvenida.
Sin más palabras, la mujer le puso una mano en la espalda e indicó que avanzara. Dentro, un inmenso jardín se desplegaba ante ellos, con árboles frondosos, flores vibrantes y plantas de todo tipo.
—¿Está él disponible? —preguntó Héctor con cierta incomodidad.
—Sí, sí lo está.
Acompañados por dos guardias, se dirigieron a una instalación con un largo pasillo cuyas paredes eran de cristal. Al final del corredor, una puerta hermética con sistema de reconocimiento por huella digital bloqueaba el acceso.
—Señorita Helga…
—¿Sí?
—A partir de aquí, ¿me acompaña su custodia, no?
La mujer asintió con la cabeza.
—Lo siento, Héctor. Sé que esta es tu cuarta visita, pero mientras estés aquí, serás escoltado por guardias. Debes entender que esto es una prisión, no un centro de recreación o contemplación.
Héctor suspiró resignado y entregó su maleta.
—Lo entiendo… pero al menos que me acompañe uno solo.
—Dos —respondió ella, aceptando su maleta con ambas manos.
—Bien.
Helga presionó un interruptor y la puerta se abrió con un siseo mecánico.
—Suerte.
—Gracias.
Héctor cruzó el umbral, seguido por dos guardias. La sala en la que ingresaron tenía cinco metros por cinco y más que una celda, parecía una sala de estar. Libreros, un televisor, un sofá, mesas, una cama cómoda sillas… e incluso una mesa de ajedrez con dos sillas en el centro de la habitación.
En una de ellas, sentado con las piezas negras frente a él, lo esperaba su “residente”.
—¡Hola! —saludó con entusiasmo.
—Buenos días, Chronos.
—Un cordial saludo para usted, señor Héctor.
Chronos tenía la apariencia de un joven de entre dieciséis y dieciocho años. Medía trece centímetros más que Héctor y poseía un cabello rubio peinado al estilo de la década de 1910. Sus ojos azules eran intensos y profundos. Vestía una camisa blanca con un listón alrededor del cuello, en cuyo centro destacaba una media luna de color rubí. Sus pantalones marrones con tirantes combinaban con los zapatos, dándole un aire de otra época.
Poderes: Videncia. Puede ver el futuro, el pasado, posibles realidades y futuros alternativos, así como mundos y multiuniversos.
Habilidad: Paciencia.
—¿Sabía que vendría? Aunque es una pregunta tonta, ¿no?
Chronos se rió con suavidad.
—No, la señorita me lo dijo.
Héctor se sintió algo estúpido. Después de todo, aquello era una prisión para criminales como Chronos. Era lógico que alguien le avisara de su llegada.
—Siéntate. No me gusta hablar con gente de pie.
Héctor obedeció y miró a la directora, quien a su vez observó a los dos guardias, asegurándose de que se quedaran con él. Solo cuando estuvo satisfecha, Helga se retiró de la habitación, llevándose a su propio equipo de seguridad y dejando solos a Héctor, Chronos y las dos guardias.
—¿Cómo has estado?
—Mmm, ya ves, bien, bastante bien. Un día más para mí, pero especial para ti.
—¿Qué?
—Sé lo que buscas, Héctor, pero no sé exactamente qué me vas a pedir.
Héctor sonrió.
—Intenta adivinar.
Chronos se reclinó en la silla y movió un peón una casilla adelante.