Era 4 de agosto y Candado miraba con el ceño fruncido la noticia que encabezaba todo el diario:
"DESZA HA MUERTO"
Esas palabras no podían encarar la realidad de Candado, pero como él siempre decía, todo era posible.
—Qué extraño acontecimiento. No me lo puedo creer, la verdad.
—Lo dice el diario, debe ser cierto —dijo Hammya mientras alimentaba a su tortuga.
—No, el periódico nunca es objetivo, solo subjetivo —respondió Candado, enrollando el diario y deslizándolo por la mesa—. Ramiro dijo que le rompió el cuello, pero simplemente son palabras de él. Cuando quiso mostrar el cuerpo, ya había desaparecido.
—¿Dices que pudo haber sobrevivido?
Candado hizo una pausa, pensativo.
—Mmm, él dijo que le rompió el cuello. Es humanamente imposible que alguien sobreviviera a eso, pero supongamos que está muerto. Aún falta el resto de su escuadrón.
—¿Y entonces?
Candado se inclinó en la silla.
—No lo sé. Mi verdadera preocupación y objetivo son Greg y Pullbarey. Pero ahora que su sirviente está muerto...
Hammya se le acercó.
—¿Sí?
—Nada, olvídalo. No es posible.
—¿Mmm?
Candado se puso de pie y caminó hacia el jardín de su casa, con Hammya siguiéndolo.
—¿Por qué me sigues?
Hammya sonrió.
—Pienso que será divertido.
—...Como quieras
—Gracias.
Cuando Candado estaba por poner un pie afuera, una mano lo tomó por la parte de atrás del cuello de la camisa y, con una fuerza brutal, lo hizo retroceder, estampándolo contra el suelo.
—¡¿CLEMENTINA?!
Unos ladrillos cayeron en la salida hacia el jardín.
—¿Qué?
—Eso estuvo cibernéticamente cerca.
—Ja —suspiró Candado—. Volvió tu muletilla.
—No, claro que no —dijo Clementina, extendiéndole la mano.
Candado la tomó y se puso de pie.
—¿Qué pasó?
—El señor Hipólito estaba restaurando un muro del ático, dañado por la visita de los Baris. Se filtraba agua de las lluvias.
—Pero no escuché ningún ruido arriba —comentó Hammya.
—Señorita, es cemento y espátula. Además, está en el ático, no hace mucho ruido.
—Da igual, gracias, Clem.
Clementina quedó atónita por un segundo.
—No... no hay problema.
—Ni modo, iré al gremio.
—¿Nos acompañas?
(¡¿Nos!?) —pensaron Hammya y Clementina.
—Hoy me quedaré, señor. Don Hipólito necesitará una mano.
—Ya veo. Nos vamos, Hammya.
—Ah... sí.
Hammya miró a Clementina, quien le sonrió de manera despreocupada mientras se encogía de hombros.
—¿Vamos?
—S... Sí.
Cuando estaban en la puerta, Candado tomó un abrigo del perchero y lo colocó sobre Hammya, como si fuera una reina y él su criado, dejándola un poco confundida.
—Hace frío afuera —luego se puso su típica boina.
Abrió la puerta y ambos salieron. Pero si pensaban que el acto de abrigar a Hammya era extraño, lo fue aún más cuando Candado, en lugar de caminar delante de ella como de costumbre, lo hizo a su lado, compartiendo su ritmo.
—¿Candado?
—Dime.
—Estás diferente hoy.
—¿Así? Supongo que sí.
Cuando estaban por cruzar la calle, Candado notó una moto que no tenía intención de obedecer el semáforo en rojo. Estiró su brazo para impedir que Hammya siguiera avanzando. Cuando la moto cruzó a alta velocidad, Candado colocó su brazo alrededor de su espalda, aturdiéndola aun más. Una vez que llegaron a la otra acera, Candado retiró su brazo cortésmente y siguieron caminando.
—Sí.
—¿Mmm?
—Nada.
Candado y Hammya llegaron al gremio. La casa estaba algo ruidosa, con gritos y risas resonando en su interior.
—Son muy ruidosos —comentó Hammya.
—Es porque seguramente obtuvimos una misión.
Cuando Candado estaba por girar el picaporte, una hoja de espada atravesó la madera de la puerta, levantando ligeramente su boina.
—¡Matlotsky! —se escuchó una voz—. ¿Cuántas veces tendré que matarte para que entiendas? ¡No toques mis fotos!
—¡Fue un accidente! ¡Cálmate!
Hammya, alarmada, tomó del brazo a Candado y lo alejó de la hoja afilada.
—Veo que están discutiendo nuevamente —comentó él sin estar sorprendido.
Candado tomó un palo cercano y golpeó la puerta con él.
—¡Oigan, abran!
—S... señor, lo siento.
Declan se apresuró a abrir la puerta, retirando antes su espada.
—Lo lamento —dijo avergonzado.
Candado entró a la casa.
—Buenos días a todos.
—¡Buenos días, Candado! —saludaron todos a coro.
—¿Alguien está ausente?
—Aparte de Héctor, también lo están Clementina y Liv —contestó Walsh.
Candado se quitó el abrigo y lo dejó sobre la mesa.
—¿Tenemos solicitud?
—Una. Llegó anoche —respondó Lucas, entregándole un sobre.
—¿Cliente? ¿Edad? ¿Precio?
—Paola Herrero, 23 años, ofreció 20,000 pesos —contestó Declan.
Candado abrió el sobre, acompañado de una carta y una foto.
—Ya, un trabajo relativamente fácil.
—¿Por?
—Niña de ocho años desaparecida.
—¿Y eso en qué lo convierte en fácil?
—Dije relativamente fácil, no fácil, Anzor. Lo mencioné así porque esta vez no se trata de ir a un lugar lejano, evitar un disturbio en las calles con edificios en llamas y salvar a algún civil importante de los Semáforos.
—Oh, ya lo entiendo.
—Muy perspicaz, Natalia.
—Gracias.
—Pero volviendo al tema, sé cómo puedo encontrar a esta criaturita.
—¿¡Así!?
—Hey, hey, tranquilícense —Candado aclaró su garganta—. La niña de esta foto es una lucera, al parecer un trabajo de los recreadores.
—¿Qué es eso? —preguntó Erika.
—Los recreadores son "monstaunos", una deformación de la palabra "monstruo". Son seres con particularidades; algunos nacieron así por causa del asteroide, como yo. Otros eran personas normales que fueron secuestradas para realizar experimentos, lo que ocurre en el 80% de los casos —respondió Andersson.