Candado apareció frente a las puertas de la mansión de Sara.
—Genial, me encanta este estilo de viajar.
—Ja, no te acostumbres, muchacho.
—Mantente invisible.
—Por supuesto, su excelencia.
Tínbari desapareció.
—Estoy a su lado, señor.
—Sí, por eso dije invisible, no desaparecer.
—¿Puedo reírme?
—No.
Candado llamó a la puerta, y quien lo atendió fue la madre adoptiva de Sara.
—Oh, ¿eres amigo de Sara?
—¿Está presente?
—Está jugando con sus amigos allá arriba.
—¿Le molesta si paso?
—No, claro que no, adelante.
Candado se quitó la boina antes de entrar.
—Está arriba. Si quieres algo más, estaré en el jardín.
—Muy bien.
Tras decir eso, la señora abandonó la sala. Candado miró las escaleras y subió, dirigiéndose hasta la habitación de Sara. Llamó a la puerta.
—Pase.
Candado abrió la puerta.
—Oh, Candado, bienvenido.
Dentro de la habitación estaban dos rostros conocidos y poco amigables: Luis y Esteban.
—Me dijiste que no vendría —susurró furiosamente Esteban.
—Así tendría que ser, porque no lo llamé.
—¡Holiiiiiii! ¿Quieres un abrazo?
—Apártate, alimaña.
—Oh, tus palabras hieren mi corazón.
—Parece que estás feliz.
Esteban aclaró su garganta.
—Nos vemos.
—¿Ya te vas?
—No quiero respirar el mismo aire que él, con permiso.
—Es una pena.
Esteban cruzó frente a Candado, se detuvo y, sin mirarlo, dijo:
—No he olvidado lo que has hecho. Cuida tu espalda, Candado de Kanghar.
—Lo lamento y lo entiendo.
Esteban abandonó la habitación.
—Bien, esto es una maravilla —dijo Candado, mirando a Sara—. No pensé que vendría, y menos precisamente hoy.
—Vine a hablar de tus movidas, Sara.
—¿Tengo que irme? —preguntó Luis.
—No, quédate, esto también sirve para tu jefe —respondió Sara.
—Luceros, cuando me contaste esa historia, pensé que el mundo era más grande de lo que conocía, incluso conocí a dos, espero que estén bien. Pero ahora dime, Sara, ¿Cuándo tenías planeado contarme esto?
—No era un secreto. No planeaba ocultarlo, y menos a ti.
—Los agentes están involucrados.
Las manos de Sara temblaron un segundo.
—Ya veo. ¿Fue grave?
—Una víctima. Un lucero, o eso quieren que creamos.
—Así que, ¿tuvieron contacto con uno?
—Lamentablemente, sí.
—¿Dónde está la otra?
—A salvo, bajo mi custodia.
—Genial.
—Entonces, ¿Dónde están los otros seis?
—Veo que estás informado.
—Le di mi palabra al Congreso de que no eras peligrosa.
—¿Te importa tu imagen?
—No, lo que me importa es que no te hagas daño.
Sara se sorprendió.
—Vaya, no esperaba eso.
—Te di mi palabra de que nada te pasaría.
Sara sonrió.
—No tienes que preocuparte, están a salvo.
—¿Y Rucciménkagri?
—Ella accedió a ayudarme cuando la noticia llegó a sus oídos. Dijo que quería ayudar a sus hermanos.
—Muy bien.
—Por otro lado, ¿sabes dónde está la octava lucera?
—No, pero puedo preguntarte algo fuera de tema.
—Bien, hazlo.
—¿Desde cuándo trabaja Eva para ti?
—Dos años antes de conocerte. Le dije que se encargara de encontrar a los luceros.
—¿Por qué, de repente, empezaron a salir demasiados?
—Yo se los pedí. A cambio, les daría nutrientes para el lago que tanto aman. Dijeron que lo harían, pero solo podían mandar uno por año para no dañar el ecosistema.
—¿Por qué aparecieron dos de la nada?
—El viento cambió, Candado. La guerra está muy cerca.
Candado quedó petrificado cuando esa palabra salió de su boca.
—¿Guerra?
Sara giró su silla de ruedas.
—Hace unos meses, el viento se agitó terriblemente.
Candado se llevó los dedos a los lagrimales.
—He estado perdiendo el tiempo, no solucioné nada.
—¿Quién dijo que esto lo tenías que hacer tú?
—Sara, nadie me lo pidió. Yo solo quise hacer esto.
Sara suspiró.
—Soy una tonta al decir eso tan abiertamente, pero escucha, yo también quiero evitar que pase. Es por eso que quiero cumplir con mi proyecto.
Candado cerró los ojos y suspiró, tratando de aliviarse.
—Entonces te ayudaré. Hablaré con el Congreso de Kanghar para que pueda ayudarnos.
—Sería un detalle.
—Eres una persona maravillosa en todo su esplendor.
—Mira, tú mejor no me hables.
—Qué cruel. No sabes cuánto te amo —dijo Luis, fingiendo llorar.
—Eres escandalosa, cállate.
Candado suspiró y continuó.
—Mira, no soy nadie para dictar lo que debes hacer, Sara, pero ten en cuenta que Rucciménkagri es una fugitiva. Ella también está en peligro.
Sara volteó la silla para mirar a Candado.
—Lo tendré en mente.
Candado fijó su atención en Luis.
—Oye.
—Dime, amor.
Candado tronó los dientes.
—Ese imbécil de Sheldon está jugando con fuego. Ya es bastante malo que se parezca a mí como para que se encargue de sus fechorías. Mantenlo a raya.
—Sheldon no causará problemas, te doy mi palabra.
—No quiero tu palabra ni la necesito. Solo es una advertencia. Hazlo si no quieres que yo lo detenga.
Luis sonrió.
—Eso no tendrá que pasar.
Candado se asqueó de aquella sonrisa.
—Sara, ¿dónde están los luceros?
—¿No habías preguntado ya eso?
—No me respondiste.
Sara suspiró.
—Está bien, los luceros están a salvo —luego señaló hacia arriba con su dedo índice—. En el cielo.
—No me digas. Lograste tu objetivo, pero la pregunta es: ¿Dónde?
—Donde el hombre teme enviar aviones o flotas: el Triángulo de las Bermudas.
Candado cerró los ojos y se rascó la sien con el dedo índice.
—Oye, no sé qué clase de películas has estado viendo, pero aunque es cierto que hay numerosos casos de navíos desaparecidos, no significa que pongas una isla allí.