La criatura encadenada a aquella habitación lo estaba en más de un sentido. Pero ante los ojos de Candado, no era más que un lucero asustado. Según la información que obtuvo de Anen, su aspecto coincidía en parte con la descripción que él había dado. Y digo "en parte" porque, cuando le pides una descripción física a un niño, en el 60% de los casos tiende a exagerar, ya sea mucho o poco. Por ejemplo, cuando Candado tenía cinco años, afirmó haber visto a Karl Marx en la calle repartiendo regalos, cuando en realidad era solo un anciano vestido de Papá Noel. O aquella vez que aseguró haber visto un meteorito, cuando en realidad eran simples cohetes.
La apariencia de la niña era similar a lo que Anen había descrito. Era enorme, aunque no en términos físicos, sino debido a los suplementos adheridos a su cuerpo, herramientas diseñadas para la defensa. De sus sienes emergían dos cuernos gigantes de piedra, que al parecer utilizaba para desplazarse y defenderse. En su pecho tenía un rubí incrustado, formando parte de su cuerpo. Su piel era verde, su cabello blanco, y sus ojos carecían de iris, un rasgo distintivo de los luceros, Sus orejas eran pequeñas pero puntiagudas. Sus brazos y piernas estaban formados de minerales blancos y otros colores, como el azul, amarillo y rojo. Estaba desnuda y aparentaba entre quince y dieciocho años. Marcas de cicatrices recorrían su tórax, cuello y cintura.
Cuando vio a Candado, la joven gruñó.
—Es una vida hermosa y brillante —dijo Bruno.
—Atrás, por favor.
Candado dio un paso al frente.
La joven gruñó de nuevo y se lanzó hacia ellos de forma violenta, obligando a Nelson a alzar su arma. Candado, sin embargo, le ordenó bajarla de inmediato.
—Si quieres cazar un venado, puedes correr, mostrar tu ubicación, abrazarlo y pedirle que se deje matar con tus dulces palabras. Puedes hacerlo. Pero si quieres que yo haga mi trabajo, lo último que debes hacer es levantar una jodida arma.
El tono de su voz dejaba claro que se burlaba del anciano.
Candado comenzó a caminar lentamente hacia la criatura, aunque las cadenas impedían que ella se acercara demasiado.
—Regwit’fre. (¿Estás bien?)
La joven reaccionó de inmediato.
—Ouro’gi Grifta’kle da' Kiro. (¿Hablas mi idioma? ¿Eres un kiro?)
Candado se rascó la nuca.
—No, no soy un kiro. Anen me envió a buscarte, Amjasta.
La joven inclinó sus enormes brazos hasta que sus piernas tocaron el suelo y entonces comenzó a caminar hacia él. La diferencia de estatura entre ambos era evidente.
—¿Ella está bien?
—Veo que hablas mi idioma.
—Un kiro debe aprender del terreno si quiere cumplir su cometido.
—Ya, entiendo.
Candado sacó su teléfono y marcó un número.
—Sara, encontré al lucero.
—Eso… eso fue rápido. Más rápido de lo que esperaba.
—Así soy yo. Nos vemos.
Colgó y miró a Amjasta.
—Bien, veo que hay una puerta detrás de ti.
La joven miró por encima del hombro.
—No lo había notado.
—¿Te importa si paso?
—Primero libérame.
Candado se encogió de hombros, tomó el collar metálico que rodeaba su cuello y lo calcinó en cuestión de minutos.
—Listo. Eres libre. Ahora, espérame aquí.
—Si estar contigo me garantiza ver a Anen, entonces lo haré.
—Bien. Por ahora, espera aquí… y no mates a nadie.
Candado le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta.
—No es que lo diga de mala manera —dijo Amjasta—, pero me has dado la espalda, a pesar de que intenté matarte.
Candado se detuvo.
—No es que lo diga de mala manera, pero tú nunca me ganarías en un combate.
Sin más, abrió la puerta.
—Oh, por Isidro…
—¿Qué sucede? —preguntó Nelson, acercándose.
Candado tragó saliva.
—Esto no era un laboratorio.
Nelson frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices?
Candado avanzó lentamente, observando el interior de la sala.
—Esto era Auschwitz.
En su interior, varias celdas albergaban niños reducidos a piel y hueso, al borde de la muerte por desnutrición.
—Qué olor inmundo… —expresó Nelson, tapándose la nariz con un pañuelo.
Candado, en cambio, no reaccionó ante el hedor.
—Hay que llamar a los Semáforos.
Sacó su teléfono y marcó.
—Llamada de emergencia. ¿En qué podemos ayudarle?
—Petición roja, de inmediato. Rastréenme.
—Procediendo.
Candado colgó y comenzó a acercarse a los niños.
—Espera. ¿Qué haces?
—Les daré un poco de mi poder para que puedan recuperar vitaminas. Sus cuerpos están al borde del colapso por la desnutrición.
—¿Puedes hacer eso? —preguntó Nelson, incrédulo.
—Solo yo puedo hacerlo —respondió Candado.
Se acercó a uno de los niños y le posó la mano en la cabeza. De inmediato, una energía de color morado comenzó a emanar de su piel. Repitió el proceso varias veces más, mientras Nelson lo observaba con asombro.
—¿Cómo supiste que podías hacer esto?
—Fue un accidente —murmuró Candado, sin dejar de concentrarse—. Mientras cuidaba a Yara, un mes después de que nació, se enfermó gravemente. Ni los médicos ni los veterinarios supieron qué lo causaba. Entonces, deseé poder darle mi fuerza… y simplemente sucedió. Luego lo probé en otros animales y personas y descubrí que funciona como la adrenalina: es temporal.
Su rostro se ensombreció, lo que hizo que Nelson se tragara sus preguntas.
El tiempo pasó y, finalmente, los Semáforos llegaron a la escena. Krauser, junto con veinte jóvenes de entre dieciocho y veinte años, entraron en el edificio. Antes de que llegaran, Candado había escondido a Amjasta. No quería que nadie la viera, mucho menos Krauser.
El hecho de que Krauser estuviera ahí significaba algo: habría cadáveres. Él era el único que no se inmutaba al tratar con los muertos. De hecho, fue él y un pequeño grupo quienes comenzaron a cargar los cuerpos.
—Seis víctimas —informó—. Es poco, comparado con lo que suelen hacer.