Candado se dirigió a la mesa donde estaba Sara.
—Buenas tardes. Esta es la segunda vez, ¿eh?
—Me alegra mucho que hayas traído a Amjasta sana y salva —respondió ella con una sonrisa leve.
Amjasta se acercó a Candado y bajó la cabeza con respeto.
—Gracias.
—No hay de qué —respondió él, con simpleza.
Tres luceros se manifestaron en ese instante. Esta vez eran dos varones y una mujer.
—Por lo visto ya conoces a Yisira y a Florenfinziari. Déjame presentarte a los “hermanos mayores”.
—Claro.
La primera en dar un paso al frente fue la mujer.
—Hola, mi nombre es Korik.
Korik tenía la piel amarillenta y el cabello hecho de hojas de palmera. Sus orejas eran puntiagudas y vestía con un poncho claro, una bombacha azul oscuro y botas negras.
—Es un placer, señorita Korik —dijo Candado, inclinando ligeramente la cabeza.
El siguiente en presentarse fue el segundo varón.
—Hola, soy Wilzan.
Wilzan tenía la piel pálida y, al igual que Florenfinziari, estaba completamente desnudo. A diferencia de Korik, él sí saludó a Candado con un apretón de manos.
—Un placer, Wilzan.
—Gracias por salvarlas.
El último en presentarse tenía una apariencia realmente llamativa.
—Soy Yetorixunamkari —dijo, y sin esperar respuesta, rodeó a Candado con un abrazo.
—Fe’noj kimj —susurró—. (Corazón agradecido. Gracias.)
—To —respondió Candado—. (Bien.)
Yetorixunamkari tenía el cabello hecho de diamante y vestía de forma elegante. Sus manos eran tan transparentes que parecían hechas de cristal, y su rostro tenía una belleza angelical y amable.
—No hay de qué —repitió Candado.
Luego caminó hasta una silla, la arrimó con suavidad y se sentó frente a Sara.
—Soy todo oídos. ¿Qué planeas?
Todos los luceros se sentaron a su alrededor, formando un círculo con Sara y Candado en el centro.
—Creo que ya lo sabes —dijo ella, cruzando las manos sobre el regazo—. Sabes que no soy de este...
—Mundo. Lo sé —interrumpió Candado.
—¿Cómo?.
Candado se reclinó en la silla, se frotó los ojos con los dedos y luego sonrió, divertido.
—Héctor me debe cien pesos.
—¿Qué? ¿Sabías que no era de este mundo?
—Obvio que sí, nena. Pero el "mundo" es algo subjetivo. Así como alguien puede decir que su mundo es su media naranja.
Sara lo miró en silencio. Nunca sabría con certeza si le estaba mintiendo o diciendo la verdad.
—Cuando llegué aquí estaba aterrada. Me escondía de los humanos, de la misma especie que...tuve conflictos con ellos—Sara puso una expresión seria y sostuvo la mirada de Candado—. Los agentes... son lo peor de la raza humana. No quiero que estas razas sean perseguidas, no quiero que les hagan más mal.
—Los luceros entran en la ecuación, ¿no?
—Así es. En un libro que leí en mi... aldea decía que el tiempo puede ser movido por la misma naturaleza: ocho pilares, ocho ángeles, ocho demonios...
—Ya quedó claro que son ocho —interrumpió Candado con una ceja arqueada.
Sara carraspeó.
—Ocho miembros de la naturaleza pueden abrir la puerta a mi mundo.
—¿Y por qué quieres abrirla?
Sara no respondió de inmediato. En lugar de eso, miró a Rucciménkagri.
—¿Podrías, por favor? —pidió con suavidad.
Rucciménkagri asintió, se levantó y comenzó a empujar la silla de Sara.
—Acompáñame, Candado.
Él se levantó sin decir nada y la siguió caminando a su lado.
—Mi poder es muy limitado —comenzó ella—. Si quieres proteger a una persona, necesitas fuerza. Pero si quieres proteger a millones… necesitas mucho más.
Caminaron por unos minutos en silencio hasta el borde de un precipicio. A lo lejos, a varios kilómetros, se divisaba un peñasco con una enorme catarata. Candado se quedó sin palabras. La catarata caía directamente en medio del mar, un mar que parecía colgar del cielo mismo, con árboles que simulaban nubes, flotando sobre un vacío que desafiaba toda lógica.
El paisaje era tan hermoso como imposible.
Y en ese instante, Candado comprendió que estaba involucrado en algo mucho más grande de lo que jamás habría imaginado.
—Cuando dijiste que querías usar el aire para protegerlos, lo primero que pensé fue en una nave... o un zepelín —comentó Candado, aún asombrado—. Joder, llegué a creer que era hasta un robot. Pero nunca, jamás, se me pasó por la cabeza que hablabas de una maldita isla flotante.
Sara sonrió levemente.
—Mi poder puede mover montañas y continentes... pero decidí usar mi corazón para alzar aproximadamente quinientos mil kilómetros cuadrados.
—Vaya... eso es solo doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados menos que Kanghar.
—¿Quieres saber de dónde saqué todo esto? —preguntó Sara, señalando con la mirada el horizonte.
—Sí, en serio, ¿De dónde?
—Del fondo del océano. Las moldeé un poco y las hice fértiles en tres años. Mira la vegetación. Gracias a Rucci pude fertilizar toda la isla en poco tiempo.
—¿Y cómo ocultas algo tan enorme?
—Nuestro poder lo hace sencillo. Con nuestro campo ilusorio, somos invisibles para los demás.
Candado asintió, aunque con una ceja alzada.
—Ya veo. Es cuestionable... pero lo entiendo.
—Bien —continuó Sara—. Ya que te lo mostré, vamos al pueblo.
—¿Pueblo? ¿Tiene habitantes?
—Así es.
Rucciménkagri giró la silla de ruedas de Sara, y ambas comenzaron a avanzar. Candado las siguió, aún intentando procesar lo que había visto.
—Hemos construido cuatro torres en los puntos cardinales —añadió Sara durante el trayecto.
—¿Por?
—Así es más fácil monitorear todo a nuestro alrededor.
—Ya veo... —respondió Candado, pensativo—. Aunque suena a que lo dices solo para presumir.
Sara soltó una risita.
—Pero aun así, nuestra futura nación o sociedad necesita fuerza para ser independiente.
—De casualidad... ¿Tienen bandera y nombre?