Habían pasado dos semanas desde que Candado se reunió con Hachipusaq, y también era el día en que Héctor regresaba al pueblo. Tuvo suerte de que Candado tomara apuntes por él durante su ausencia.
Candado estaba sentado bajo el gran árbol del pueblo. Alguien, por fin, había tenido la idea de instalar una banca allí.
Mientras esperaba a que Héctor apareciera, no pudo evitar quedarse pensando en lo que Hachipusaq le había dicho sobre la muerte. Sabía que no debía creer en las palabras de desconocidos, pero algo muy dentro de él le decía que no debía dejar pasar esas frases tan fácilmente.
El lenguaje corporal de aquella mujer lo había desconcertado. Hablaba y se movía con tanta seguridad, como si lo conociera de toda la vida. Y, sin embargo, también sabía ocultar lo justo, usar un mínimo de gestos y palabras que delataban que algo no quería ser revelado. Candado no había logrado descifrar qué era.
—Muerte, dolor, desesperación —murmuró para sí.
Pero esas palabras no estaban solo en su cabeza. Había algo más. Hachipusaq conocía a Hammya. Hablaba de ella como si fuera alguien en quien se podía confiar profundamente.
—Hammya Saillim…
Meses atrás [Recuerdos sobre Hammya]
—Nunca conocí a mis padres, pero hubo un hombre que me crió.
(Padre no sanguíneo)
—Vine caminando desde Entre Ríos para encontrarte a ti y a la familia Barret.
(¿Caminando? Seguro tuvo ayuda en el camino)
—Una vez, cuando estaba jugando en el jardín, empezó a llover. Entré a la casa y él no estaba; se encontraba en una clínica. Entonces encontré una habitación abierta. La curiosidad me llevó a entrar. Al fondo, había un cofre de madera muy viejo. Lo abrí y, dentro, descubrí muchas medallas y un título. No entendía lo que estaba escrito, salvo una frase que nunca he podido olvidar: “Los monstruos son humanos y los humanos son monstruos.”
(Medallas y títulos... y Azheret)
—Todos te esperan en casa.
(Dijo eso, cuando me salvó.)
Presente.
Candado se llevó una mano al cuello. Recordó cómo Hammya había evitado que se quitara la vida. Sintió cómo su corazón latía con fuerza al evocarla.
—No lo entiendo… El Rueda se ocultó de nosotros durante cinco años. Murió de cáncer. Tenía un símbolo de Azheret… ¿Quién o qué es ella? Es más fuerte que yo. Su ADN no es humano y está muy lejos de serlo. Hay una entidad viviendo en su cuerpo. Los Baris le temen cuando esa entidad despierta… y Tínbari, Amabaray, Slonbari y Yanmabaray… o no lo saben, o me lo ocultan.
Apoyó la cabeza sobre sus puños, sumido en pensamientos que no encontraba cómo ordenar.
—La historia que contó Slonbari sobre la creación de su planeta… nombraba a los hijos de Keplant. Uno de ellos se llamaba Hammya. Sé que ella no es humana, pero pensar que proviene de allí… sería una locura. Una locura… pero no imposible.
Se recostó en la banca, cerrando los ojos con un suspiro.
—Creo que debo dejar de pensar en eso… Solo esperaré a que ella esté lista para contarme.
—Vaya, vaya…
Candado alzó la vista.
—Que lindo día ¿No?
—Héctor —dijo, poniéndose de pie y abrazándolo—. Bienvenido a casa.
—Gracias —respondió él, separándose del abrazo—. Tengo muchas cosas que contarte.
—Déjalo para después, ahora vamos a casa.
Candado tomó el equipaje de su amigo.
—Pero puedo llevarlo yo solo…
—Descansa, déjamelo a mí.
Héctor suspiró.
—Ya qué…
—¿Qué pasó con aquella llamada? Pensé que tus padres te recogerían.
—La verdad… quise sorprenderlos un poco.
—Vaya, eso sí que es inusual.
—¿Y? ¿Cómo le fue?
—¿A ella? Lo mismo que te dije por teléfono: eso fue lo que pasó.
—Me muero de ganas por abrazarla.
—Tu novia se sentirá celosa.
—Me muero de ganas por besarla.
—Muy bien…
—Por cierto, ¿llegó alguien nuevo?
—Oh, debes hablar de la señorita Park...perdón, Pak Sun-Hwa.
—Así que llegó… —se resignó Héctor—. ¿Y bien?
—La acepté.
—Ah, lo sabía… ¿¡Qué!?
—Dije que la acepté.
—¿Acaso perdiste?
—No, fue una victoria. Su forma de pelear no era buena, pero tampoco mala.
—Ah… vaya.
—Al final, la torturé un poco con mi sufrimiento, y aun así siguió de pie… de forma patética.
—Oh, vaya…
—aun así, fue valiente. Fue como si una bacteria se enfrentara a un dios.
—Soberbio.
—No, solo fue así…
Héctor suspiró.
—Bueno, al menos no fue mala idea.
Candado lo acompañó hasta su casa. Al llegar a la puerta, esta se abrió y apareció Henry.
—Oh, justo a tiempo.
—¡Boludo! ¿Qué tal? —exclamó Héctor, abrazándolo—. Mi nublado amigo, ¿Cómo has estado?
—Héctor, te estaba buscando —dijo Henry.
—¿Qué sucede, Henry? —preguntó Candado.
Henry tragó saliva, metió las manos en sus bolsillos y sacó dos sobres.
—¿Una carta? —preguntaron ambos al unísono.
—Sí… es de…
—¿De…?
—Puede que quieran digerir esto primero.
—Habla —ordenó Candado.
—Lila Cárdenas.
Candado y Héctor quedaron en blanco. El silencio se instaló entre ellos, como si acabaran de probar algo amargo.
—Oigan… lo siento, pero ya saben lo que significa.
Candado se cubrió el rostro con la mano izquierda, mientras Héctor le apoyaba la suya en el hombro, mirando el vacío del suelo.
—Vaya… entiendo que Lila sea una persona… extraña.
—Temible —dijo Héctor.
—Molesta —agregó Candado.
Henry se rascó la nuca.
—Bien, mi pequeña nube… gracias por las malas noticias —agradeció Candado, resignado.
Henry sonrió y se alejó.
—Nos vemos, amigos.
—Si Dios quiere… —se despidió Héctor.
Candado levantó el equipaje y entró a la casa.
—Andando.
—Candado…
—Tu casa es mi casa.
—Sí, pero…Olvídalo.
Candado subió las escaleras, entró en la habitación de Héctor y encontró a Belén sentada en la cama, leyendo un libro en braille.