Candado (la Forma de la Luz) Episodio 3

ESMERALDA Y AMATISTA

Hammya comía tranquilamente en la cama, mientras observaba a Candado. Él estaba allí, tomando mate bajo la luz cálida de una lámpara, con un libro entre las manos. El silencio llenaba la habitación, roto solo por el leve tintinear de los cubiertos y el susurro del viento que se colaba por la ventana.

—Candado —dijo ella.

—Dime, Esmeralda.

—¿Podemos...? No sé... ¿podemos caminar juntos bajo la luna?

Candado sonrió, sin apartar la vista de su libro.

—Claro, ¿por qué no? Termina de comer primero.

—¿No comerás nada?

Candado sorbió un poco de mate antes de responder:

—Ya comí. No te preocupes.

Hammya continuó devorando su comida con alegría. Candado le dedicó una pequeña sonrisa antes de volver a sumergirse en la lectura.

Una hora después, él se levantó, tomó el plato de Hammya y lo lavó. Luego guardó el termo y el mate en el gabinete de la cocina. Cuando regresó por ella, la encontró esperándolo con entusiasmo. Le extendió la mano. Ese gesto la descolocó un poco, pero la aceptó. Entonces, para sorprenderla aún más, tomó su brazo y la escoltó como a una dama.

—En marcha —dijo con su tono seco.

Hammya, dejándose llevar, como si ya estuviera acostumbrada a su forma de ser, susurró:

—A explorar.

Aunque lo había dicho con tono aventurero, la verdad era que él decidía a dónde ir, pues ella aún desconocía la zona. Sin embargo, para Hammya eso no significaba ningún problema. Estaba feliz, más que feliz. Se sentía como una princesa... y eso que él odiaba a los príncipes y a las princesas.

El paisaje nocturno de la isla era una pintura viva. El cielo se extendía como un manto infinito, tachonado de estrellas que titilaban con dulzura, mientras la luna llena colgaba sobre el mundo como un farol silencioso. El aire era fresco, acariciaba la piel con suavidad y llevaba consigo el murmullo del mar en la distancia.

Candado la llevó hasta la plaza Harambee, un rincón olvidado del tiempo. Allí, los árboles se alzaban majestuosos, con copas amplias que susurraban historias antiguas con cada brisa. Las calles estaban desiertas, como si la ciudad entera contuviera el aliento. Carruajes detenidos y sin monturas se alineaban en los bordes del camino, mientras que hermosas lámparas de hierro forjado sostenían llamas vivas, en lugar de luces eléctricas, proyectando sombras temblorosas sobre los adoquines.

—Qué lindo... —murmuró Hammya, con los ojos brillantes, maravillada.

—Sí, lo es —respondió Candado, aunque en su voz se filtró una melancolía silenciosa.

A cada paso, los recuerdos lo asaltaban. Ese lugar, antes lleno de risas y juegos, ahora dolía. Recordó cuando solía venir allí con Gabriela, su hermana, corriendo entre los árboles, riendo bajo esas mismas estrellas. Pero los recuerdos no eran tan claros como antes; parecían velados por la niebla del tiempo. Fue como un golpe repentino al pecho.

—¿Candado...? —preguntó Hammya con suavidad.

—Yo... estuve aquí una vez. La verdad es que no quería volver.

Ella se quedó en silencio, como si supiera lo que venía.

—Es por Gabriela, ¿verdad? —preguntó finalmente.

Candado asintió, con la mirada fija en algún punto del pasado.

—Cuando ella murió, traté de recordar todo sobre ella, cada detalle, cada gesto. Lo intenté con todas mis fuerzas... pero es imposible. Con el tiempo, fui olvidando cosas. A veces, ya no puedo recordar su risa... su voz. Y eso me aterra.

Sus palabras temblaron, y las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas.

—Canda... —susurró Hammya, acercándose un poco más.

—Sé que un día tendré que soltarla para seguir adelante. Todos me lo han dicho. Pero... no quiero hacerlo. No quiero dejarla atrás.

—No tienes por qué hacerlo —respondió Hammya, con una firmeza inesperada—. Nadie te puede obligar a olvidar. Ella puede vivir contigo, de otra forma. En lo que haces. En lo que amas. En lo que eres.

Candado apretó los dientes. Quiso hablar, pero las emociones lo sofocaban.

—Cuando tú me salvaste... —dijo al fin— sentí rabia. Rabia porque no había muerto. Pero cuando te vi sangrar por mi culpa... supe que yo te estaba haciendo daño.

Se detuvo en seco. Frente a ellos había una banca de piedra, solitaria, bajo un viejo árbol de ramas retorcidas.

—¿Quieres sentarte? —preguntó Hammya, mirando hacia donde él había detenido la mirada.

Candado dudó. Iba a decir que no, pero entonces sintió su mano. No le apretaba con fuerza, solo lo guiaba con ternura.

—...Sí —contestó al final, con voz apagada.

Se sentaron. Al principio, Candado se inclinó hacia el lado contrario, queriendo mantener algo de distancia, pero Hammya lo rodeó con su brazo y recostó la cabeza en su hombro. Su calor era real, y su silencio, reconfortante. No necesitaban más palabras.

—Yo... quiero darte las gracias por haberme salvado la vida —dijo Candado, sin mirarla directamente, con la voz apenas más alta que un susurro. Sus ojos se perdían en la oscuridad del cielo—. Mírame... tengo doce años y ya veo el mundo como algo dañado, roto. Supongo que soy un engendro.

—No lo eres —respondió Hammya con dulzura—. Tienes un don.

—¿Un don? —repitió Candado con escepticismo.

Alzó la mano frente a él. Sus dedos temblaban ligeramente mientras una llama violeta brotaba con lentitud, danzando sobre su palma como si respondiera a su tristeza. La miró con una mezcla de repulsión y resignación.

—No soy alguien... saludable —dijo entonces, con voz baja—. Puedo herirte con mis palabras. A veces ni siquiera lo pienso, simplemente... lo hago.... Y lo siento mucho.

Hammya no se apartó. Su voz fue firme y suave, como si acariciara con ella sus pensamientos rotos.

—No me molesta. Sé que no lo haces con maldad. Desde el primer momento en que te conocí, entendí que muchas de tus palabras vienen desde el dolor. Y a pesar de todo... me alegra haber llegado a tu casa, aunque fuera de la nada. Me alegra haberte molestado.



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En el texto hay: romance, fantasía drama, fantasa drama

Editado: 06.12.2025

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