Hammya se despertó en su cama, confundida, sin recordar cómo había llegado allí.
—Ou… son las dos de la tarde. Es tardísimo —murmuró con voz somnolienta.
Bostezó, apartó la cobija y se levantó con lentitud. Caminó hasta el baño para orinar, luego encendió la luz, se lavó la cara y se miró en el espejo.
—Hola, guapa —dijo con una sonrisa traviesa, pero al instante bajó la mirada—. Eh…
Levantó la vista de nuevo, frunciendo el ceño.
—¿Qué…?
Se frotó los ojos con fuerza y volvió a lavarse la cara, enfocándose especialmente en los párpados.
—Debe ser una broma.
Se frotó los ojos y volvió a lavarse la cara, enfocándose en los párpados. Cuando alzó de nuevo la vista, no pudo ignorarlas: dos majestuosas alas emplumadas, verdes como esmeraldas vivas, nacían de su espalda. Las plumas brillaban con destellos de jade bajo la luz, largas, suaves y perfectamente ordenadas. No eran imaginarias. Estaban allí, saliendo de su espalda como si siempre hubieran sido parte de ella. Dándose cuenta que había roto su camiseta.
—No… no puede ser… no puede ser real.
Giró sobre sí misma, intentando verlas mejor, con una mezcla de asombro y pánico. Dio un paso atrás… y una de las alas se dobló de forma torpe contra la puerta del baño. El borde de madera astillada se enterró entre las plumas, desgarrando parte de la base del ala.
—¡AAAH! —gritó de dolor, cayendo de rodillas con un golpe seco contra el suelo de baldosas.
El grito fue tan fuerte que recorrió toda la casa. Los pasos apresurados resonaron por el pasillo, seguidos por voces agitadas. Candado fue el primero en llegar.
—¡Hammya! ¡HAMMYA! ¿Qué pasó?
Desde el otro lado de la puerta se escuchaban chillidos y murmullos angustiados. Europa giró la perilla rápidamente y entró.
—¡Cariño! ¿Qué fue ese grito? ¿Estás bien? —preguntó, pálida.
Candado corrió al baño. Encontró a Hammya en el suelo, encorvada y temblorosa. Una de sus alas goteaba un líquido verdoso entre las plumas, mientras ella la sujetaba con fuerza, como si intentara evitar que se deshiciera.
—¡¡HAMMYA!! —gritó, hincándose a su lado.
Ella intentó alejarse, pero el dolor no se lo permitió.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué sangras? —la sostuvo con delicadeza.
Candado tomó su mano para verla mejor.
—No… por favor, no la toques…
—Estás sangrando mucho. Déjame ayudarte.
Con paciencia, retiró su mano y pudo ver el desgarrón entre las plumas y la carne. Era como si un trozo de su alma se hubiese roto con ello.
—Por Isidro…
—Lo sé… —murmuró ella, avergonzada—. Es horrible, ¿verdad?
En ese momento, Europa y Clementina entraron.
—Mamá, necesito agua caliente. Clementina, busca desinfectante y vendas.
—¡Entendido! —dijeron ambas, corriendo en direcciones opuestas.
—Papá, lleva a Karen afuera… y también a la abuela.
—Lo sé —dijo Europa antes de salir rápidamente.
—Hipólito, llama a Nelson. Ya.
—Sí —respondió una voz desde fuera.
Candado cargó a Hammya en sus brazos con cuidado. Mientras lo hacía, notó algo que colgaba de su cintura. Pensó que era parte de su ropa y trató de acomodarlo.
—¡AY! ¡Eso duele! —se quejó Hammya.
Candado se detuvo en seco. Bajó la vista y siguió la línea del objeto hasta descubrir su origen.
—…Oh, por los padres de Isidro.
—¿Qué fue eso? ¿Candado?
—Hammya… no sé cómo decirte esto, pero… parece que tienes una cola.
—Hablas como si fuera raro…
—Porque lo es.
Candado se la mostró. Era delgada, verde, y tenía el mismo brillo natural que las alas. Se movía sola, con nerviosismo.
—¿Qué? ¡Eso no puede ser!
La cola giró a la izquierda, luego a la derecha, luego arriba… y serpenteó de forma inquietante.
—¿Cómo haces eso?
—No tengo ni la más mínima idea…
Una hora después.
Hammya estaba recostada en una silla de la cocina mientras Nelson la examinaba con una linterna. Esta vez, la luz no apuntaba a su frente, sino a las majestuosas alas verdes que se desplegaban a su espalda, aún parcialmente extendidas.
—Fascinante… —murmuró Nelson.
—¿Qué es fascinante? —preguntó Europa, cruzada de brazos.
—Son alas. Pero no cualquier tipo de alas… —el anciano se apartó un poco para observarlas con mejor ángulo—. Su estructura es anatómicamente perfecta. Cada pluma parece haber sido tejida por una divinidad.
—Dime algo que no sea evidente, Nelson —replicó la abuela Barret con un suspiro.
—Yo también te extrañé, Andrea.
—Anciano —interrumpió Candado, con la ceja arqueada.
—Ya voy, ya voy… —Nelson apagó la linterna con resignación—. Siendo sinceros, no sé cómo o por qué surgieron estas alas. No parecen implantadas, ni artificiales. Es como si siempre hubiesen estado ahí… dormidas.
—¿Y son peligrosas? —preguntó Arturo, que observaba desde la puerta con evidente curiosidad.
—Ahí viene lo más extraño —dijo Nelson—. Clementina, ¿Puedes ayudarme con un escaneo?
—Claro —respondió ella con una voz suave, alzando su brazo derecho. De sus dedos emergió un fino escáner que comenzó a recorrer las alas de Hammya, desde la base hasta la punta.
Luego, su pecho emitió el peculiar sonido de una impresora antigua, y una imagen salió por una rendija lateral. Nelson la tomó con delicadeza y la sostuvo contra la luz.
—No hay que revelarla primero, ¿verdad? —preguntó Candado con sarcasmo.
—Vives en el pasado, niño —contestó Nelson contestando su sarcasmo, pero sin apartar la vista del papel—. Lo sabía. Están conectadas directamente a la columna vertebral… más exactamente, al sistema nervioso autónomo. Se integraron a su cuerpo como si fueran un órgano más.
—¿Qué significa eso? —preguntó Arturo.
—Significa que no se pueden quitar —dijo Nelson, bajando la imagen—. Pero también significa que responden a estímulos emocionales. Miren esto.
Nelson tocó con suavidad una de las alas. Hammya se sobresaltó.