Candado (la Forma de la Luz) Episodio 3

COLORES VERDADEROS

Era la mañana del segundo día, y la fatiga había dejado su marca en Candado y Europa. No habían dormido en absoluto. Candado, preocupado, observaba de reojo a Europa, consciente de que el insomnio podía afectar gravemente a alguien en su estado: ella estaba embarazada. Sin embargo, Europa devolvía esa misma preocupación. Él, apenas un niño, cargaba con un peso que no le correspondía, y aun así, se mantenía firme, como si la vigilia fuera un deber ineludible.

No hablaron al respecto. El cansancio pesaba más que las palabras, y ambos continuaron buscando, aferrados a la idea de que detenerse no era una opción.

La niña, por su parte, había quedado bajo el cuidado de Mauricio. Candado la había dejado con él, temiendo que la prolongada hibernación hubiera dejado secuelas difíciles de prever.

Gutiérrez, decidido a encontrar a Hammya por sus propios medios, se tomó un día libre de su trabajo. Zúr, en cambio, regresó a su mundo para conseguir refuerzos, con la promesa de volver con ayuda. Mientras tanto, Candado y Europa se dirigieron a las afueras del pueblo, donde, según la información que él recibió, se encontraba una antigua granja. La estructura parecía abandonada, rodeada por decenas de semáforos que marcaban el lugar como un terreno prohibido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Europa.

—Rozkiewicz… ¿Qué haces aquí? —Candado frunció el ceño.

—Veo que Alejandro te envió, ¿eh? —respondió Rozkiewicz, con una sombra en la mirada.

—Su información me llegó antes que a ti.

Europa, inquieta por la tensión entre ambos, se adelantó.

—¿Qué está pasando aquí?

Rozkiewicz suspiró, su rostro se tornó sombrío.

—Es mejor que lo vean por ustedes mismos.

Sin más palabras, cruzaron el cordón de semáforos. La granja, vieja y desmoronada, parecía inofensiva a primera vista. Nada más que ruinas y silencio, salvo por una puerta derribada que conducía a unas escaleras que descendían hacia la oscuridad.

El descenso fue lento y cargado de una inquietud que pesaba en el aire. Rozkiewicz no soltó ninguna de sus habituales bromas, ni comentarios absurdos. Solo el eco de sus respiraciones y los pasos resonando en las paredes acompañaban la bajada hacia lo desconocido.

Al final de la escalera, un estrecho cubículo de tres por trece metros los recibió. Allí, otros semáforos iluminaban tenuemente una escena que heló la sangre de todos.

Huesos. Cientos de huesos.

La mayoría eran pequeños, demasiado pequeños. Niños y jóvenes cuyos restos yacían apilados como si sus vidas no hubieran significado nada.

Europa retrocedió, las náuseas golpeando su estómago hasta obligarla a llevarse la mano a la boca. Candado, con el ceño fruncido, se arrodilló lentamente, sus ojos recorriendo la macabra escena hasta detenerse en una pequeña calavera.

—Tenía la misma edad que Yara… —susurró, con la voz quebrada.

Las paredes, agrietadas, estaban cubiertas de rasguños desesperados. Marcas de uñas, arañazos que contaban una historia de sufrimiento. Manchas de sangre salpicaban el concreto, testigos silenciosos de un horror indescriptible.

Candado levantó la mirada hacia el techo. Un micrófono antiguo colgaba de un alambre oxidado, balanceándose ligeramente como si aún guardara voces olvidadas.

Europa trató de recomponerse, y miró al micrófono.

—¿Qué conecta eso? —preguntó ella, su voz apenas un susurro.

—Víctor —llamó Rozkiewicz.

Un adolescente se acercó y le entregó una grabadora.

—Era una estación de radio... simulando una infantil—explicó Rozkiewicz, con la mandíbula tensa—. No muy lejos de aquí incautamos varias grabaciones.

El botón de reproducción fue presionado, y un chirrido estático rompió el silencio antes de que una voz de un hombre emergiera en tonos suaves y cálidos, la cinta estaba en mal estado.

—Hola, queridísimos oyentes de la radio… Sean bienvenidos a… en fin, espero que puedan disfrutar de este maravilloso día… pronto… sido… muy… sin más floro, ¡hagámoslo!

Aplausos distorsionados llenaron el espacio.

—Espero que estén cómodos, porque tenemos obsequios para ustedes. Y por supuesto, no nos olvidamos de ti, querido oyente.

Sonidos de risas de un público que, al parecer, no existía.

—Muy bien, aquí tenemos a nuestro invitado: ¡El Payaso Fray!

—¡Hola chicos! ¿Se divierten?

Risas y vítores infantiles respondieron con entusiasmo.

—Me alegro. Los niños buenos tendrán regalos bonitos, mientras que los malos… tendrán castigo. Qué lujo, ¿no?

—Señor Fray, ¿A dónde van los niños malos?
—Excelente pregunta, narrador. Los niños malos van al "Rincón del Castigo": oscuro… y frío.

El sonido de risas resonó, pero había algo antinatural en ellas, como si detrás de cada carcajada se escondiera un secreto macabro.

Europa tragó saliva con dificultad.

—¿El payaso Fray…? —murmuró.

—Al parecer emulaban ser una "radio infantil"… —Rozkiewicz apretó los puños—. Asqueroso.

Candado sacó el casete y colocó otro, con un gesto grave.

—Esto es lo que reproducían cada vez que hablaban del "Rincón del Castigo".

El botón de reproducción volvió a hundirse. Al principio, solo hubo un silencio pesado. Luego, los gritos. Agudos, desesperados, inhumanos.

Gritos de niños suplicando que los dejaran salir. Llantos desgarradores que se mezclaban con sonidos de golpes, sollozos y un sufrimiento que parecía no tener fin.

Europa cayó de rodillas y vomitó, incapaz de soportar aquella tortura auditiva. Rozkiewicz se mordió el labio hasta casi sangrar, conteniendo la rabia que le quemaba por dentro. Candado, se mantuvo sereno, solo se limitó a apagar el reproductor

El silencio que siguió fue peor que cualquier ruido.

—¿Los implicados? —preguntó Candado con tranquilidad.

—Aún nada… —Rozkiewicz bajó la mirada—. Pero cuando los encontremos… irán directo a las cuevas.

Candado asintió y luego se volvió hacia Europa. Sus ojos, aún firmes pese al horror, reflejaban preocupación.



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En el texto hay: romance, fantasía drama, fantasa drama

Editado: 06.12.2025

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