Hammya abrió la puerta con cautela y encontró a Candado recostado sobre una mesa, tomando mate. Las ojeras profundas bajo sus ojos delataban su agotamiento, pero aún mantenía la lucidez. Parecía sostenido por una mezcla de terquedad y obstinación.
—Mentiste —dijo ella con tono seco.
—Fue sarcasmo —respondió Candado sin levantar la vista, llevándose el mate otra vez a la boca—. Vete. Estoy ocupado.
En el centro de la habitación, Clementina yacía sentada, casi completamente reparada. Su cuerpo inerte descansaba como si durmiera profundamente. Los guantes de trabajo de Candado estaban ennegrecidos por la grasa y el polvo. En contraste, su camisa permanecía increíblemente limpia, como si se negara a reflejar el caos de su alrededor.
—El “¿Qué haces?” sería una pregunta estúpida, ¿verdad?
—Ponele.
—Entonces… ¿Terminaste?
—No. Estoy pensando. No puedo cometer errores —respondió mientras miraba las manos de Clementina—. Siempre la he reparado cuando se lastimaba, pero esta es la primera vez que la reconstruyo casi desde cero. He reemplazado muchas piezas antiguas.
—Vaya… ¿Y cómo lo hiciste?
—Hice cada parte desde cero —dijo Candado, levantando una pequeña plaqueta calcinada.
—¿Cómo? No sé mucho de ingeniería o tecnología, pero esas piezas no tienen un único componente.
—Así es. ¿Y?
—Dijiste que las hiciste.
—Correcto. Tengo los materiales necesarios. Si no los tengo, los creo. No me importa lo costoso que resulte.
Dejó el mate a un lado y se acercó lentamente a Clementina. Colocó su frente contra la de ella, cerrando los ojos.
—Tienes que despertar, boba.
—Sí...la extraño, pero sé que la traerás de vuelta.
Pasaron dos horas. Eran ya las dos de la tarde. Candado ensamblaba y desensamblaba componentes, tratando de corregir cualquier posible fallo. Sin embargo, Clementina no encendía. Por un momento se planteó desmontarla por completo y comenzar de nuevo, pero no podía hacerlo sin entender por qué no regresaba a la vida.
Como último recurso, conectó un cable en la nuca de Clementina. No usó corriente eléctrica. En cambio, canalizó una corriente distinta: su propia energía vital. Su sangre violeta. Una descarga interna, impulsada desde lo más profundo de su cuerpo. El proceso lo debilitó aún más. Ya apenas comía, dormía menos, y ahora estaba drenando su esencia por ella.
—ENERGÍA AL 100%.
El sonido familiar y tedioso emergió desde el interior del cuerpo metálico. Un zumbido apagado, como el suspiro de una máquina que no quería volver a la vida. Pero no pasó nada. Ni un parpadeo de luces. Ni un temblor de engranajes. Silencio.
Candado, con una mezcla de esperanza y resignación, retiró el cable con delicadeza. Sus dedos temblaban levemente, no por fragilidad, sino por rabia contenida. Lo sostuvo un segundo más, como si la fe se le escapara por los poros. Luego, en un impulso seco, lo arrojó con fuerza contra la pared. El impacto metálico resonó en la habitación como un latigazo.
—¡¿Qué pasa?! —gritó con desesperación—. ¡¿Por qué no funcionas?!
Pero el grito se apagó tan rápido como había surgido. Se obligó a respirar, a tragarse la tormenta. Su voz bajó, no en derrota, sino en decisión.
—No pienso rendirme.
Se inclinó sobre Clementina, tan frágil en apariencia, tan inmóvil. Tocó su rostro con una ternura que no combinaba con su rabia anterior, una caricia leve que hablaba más de despedida que de reinicio. Su mano se preparaba para separar el rostro de su cuerpo, para volver a intentar lo imposible.
Y entonces lo sintió.
Un leve movimiento.
Casi imperceptible.
El dedo índice de Clementina había temblado, como una hoja mecida por el viento. Candado se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar. El aire pareció espesarse, el tiempo desacelerarse. Sólo sus ojos se movían, frenéticos, como si necesitaran confirmar una y otra vez que no había sido su imaginación.
La mano se movió otra vez. Esta vez más torpemente. Como si el cuerpo recordara con dificultad lo que significaba estar vivo.
—Clementina…
La palabra escapó de sus labios como una oración.
Y entonces, ella abrió los ojos.
Candado retrocedió un paso, no por miedo, sino por la intensidad del momento. El milagro estaba ocurriendo frente a él, y no sabía si su alma estaba lista para sostenerlo. Pero Clementina no le dio tiempo a dudar. Con lentitud, atrapó su mano y la guio hacia su mejilla. Era un gesto débil, pero cargado de significado. Su tacto estaba frío, pero vivo.
Con esfuerzo, comenzó a incorporarse. De su interior brotaban zumbidos, clics, vibraciones: la sinfonía de una maquinaria compleja arrancando después de un largo letargo. No era una máquina más. Era ella. Estaba volviendo.
Cuando por fin se puso de pie, el silencio llenó la habitación como una ceremonia. Era un silencio lleno de histerias y de cariño acumulado.
Candado retiró su mano con lentitud. Se sentía tembloroso, vulnerable. No por debilidad, sino porque la esperanza, cuando regresa, duele.
Ella lo miró. Su rostro estaba vacío de emociones, como una hoja recién formateada. Pero no sus ojos. Sus ojos verdes y espirales hablaban, aunque aún no sabían qué decir.
Luego, dio un paso.
Y otro.
Y otro.
Cada uno más tembloroso que el anterior, como si el suelo se le deshiciera bajo los pies. Quiso ayudarla, por instinto, pero Clementina negó. Fue apenas un gesto, un giro de cabeza que parecía costarle el alma.
Ella quería llegar por sí sola.
Tres pasos.
Tres pasos que parecían kilómetros.
Cuando por fin estuvo frente a él, levantó los brazos. Un movimiento lento, sin firmeza. Hammya, que los observaba desde la esquina, dio un salto de sobresalto, pero Candado permaneció inmóvil.
—No me moveré —dijo, con voz firme, como una promesa.
Clementina se apoyó en él. Lo abrazó. Torpemente, sí. Pero lo hizo. Su cuerpo aún estaba rígido, su rostro inexpresivo. Pero la intención era clara. No era el abrazo de una máquina; era el abrazo de alguien que recordaba el amor, aunque no supiera aún cómo expresarlo.