Lejos de la Ciudad de Buenos Aires, en el pueblo de Isla del Cerrito, se encontraba Ana María Pucheta, quien iba de un lado a otro sacando de quicio a Candado. Para alejarla de él durante todo el día, le encomendó la importante misión de enseñarle el pueblo a Liv, y de paso, llevarse a Hammya para que él pudiera firmar en paz los formularios de Liv, necesarios para que ella se quedara en los gremios.
Al salir, el cielo se nubló y parecía que pronto llovería. Justo cuando Hammya, la última en salir, cruzó la puerta, se giró para mirar a Candado. Él la observó, luego miró el cielo con expresión neutral, abrió la puerta nuevamente, tomó un paraguas y lo colocó en el pecho de Hammya.
—Suerte —dijo con frialdad.
Cerró la puerta y la aseguró con llave.
Hammya se alejó de la casa y abrió el paraguas. Mientras caminaban, la puerta se abrió de repente y Walsh salió corriendo para alcanzarlas.
—¡Esperen! —gritaba mientras se acercaba.
—¡Hola, Walsh!
—No hacía falta gritarme —respondió con una sonrisa.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Hammya, colocando el paraguas sobre su cabeza, pues empezaba a lloviznar.
—Sí, me gustaría acompañarlas. No te conozco a ti ni a la espada china.
—Soy Liv.
—Bien, hola Liv.
Walsh aclaró la garganta y extendió la mano hacia Hammya, quien la aceptó cortésmente.
—Soy Darío Walsh, miembro del gremio Roobóleo.
—Es nuestro director de registros. En otras palabras, él agenda todo lo que sucede dentro y fuera del círculo. Ha estado fuera unos meses. También es un estratega.
—Pero no había ninguna placa en su asiento —comentó Liv.
—Es porque su silla está guardada en la sala. Por eso no la viste.
—Vaya, creí que todos se habían olvidado de mí —dijo Walsh, bromeando.
—Eso no es cierto. El gremio no es lo mismo sin ti. Ahora que estás de vuelta, todo será más divertido —dijo Hammya.
—Pero... si siempre vagueas —intervino Clementina.
—Silencio, no es divertido hacerlo sola. Es mejor en grupo.
—Gracias, me siento mucho mejor ahora. Pensé que sería una molestia —respondió Walsh.
—Los amigos nunca son una molestia —aseguró Pucheta.
—Excepto usted —dijo Clementina, con sarcasmo.
—No seas así, Clementina —replicó Walsh, intentando mediar.
—Uuuy, qué tierno —dijo Pucheta mientras lo abrazaba.
Clementina lo tomó del hombro y lo apartó de ella.
—Celosa —se burló Pucheta.
—Tus abrazos acabarían con cualquier ser vivo.
El grupo se rió y siguió su camino, dejando al presidente dentro de la casa, ocupado ayudando a sus compañeros. Candado estaba limpiando su oficina, pasando plumero, franela y escoba. Tenía arremangada su camisa blanca para no ensuciarla. Era un poco complicado quitar el polvo del suelo de madera, pero gracias a sus poderes, lo pudo eliminar y desechar sin problemas. Limpió su escritorio y se dedicó a pasar la franela por cada uno de los libros del estante antes de volverlos a colocar en su lugar.
En ese momento, tomó un libro de tapa blanca y lo limpió hasta que se detuvo al leer el título: Lluvia de sueños, de Axel Miguel Copas, una historia contada por el propio autor. Era un libro que Gabriela solía leerle cuando tenía miedo a la oscuridad, ya que se identificaba con la protagonista, pues ambos temían a la oscuridad. Ella creía en la existencia de demonios y duendes malignos, en especial el Pombero, mientras que Candado temía quedarse ciego para siempre al desaparecer la luz, o que alguna entidad le robara la vista.
Gabriela encendía la luz de su mesita de noche y le leía ese libro, que narraba cómo una niña enfrentaba sus peores miedos para salvar a su familia. De esta manera, alentaba a su hermano a enfrentar sus propios temores de manera indirecta.
Candado sonrió al ver el libro nuevamente en sus manos. Nunca lo había leído por sí mismo, siempre era Gabriela quien lo hacía por él. A medida que fue creciendo, y aunque ya podía leerlo solo, ella continuó leyéndoselo, diciéndole que así estaría preparada para cuando tuviera un hijo. Esas fueron sus palabras cuando Candado le preguntó una vez sobre su forma de tratarlo. Sin embargo, esa no era la única razón, también lo hacía porque lo quería mucho.
De pie, sosteniendo el libro, sonriendo mientras lo miraba, Candado posó su mano sobre el lomo.
—Vaya, ¿vas a moverte o te quedarás ahí parado, mirando el libro como un bobo? —dijo una voz.
Candado levantó la mirada y se dio vuelta, aún con el libro en las manos.
—Vaya, Kruger, tan repulsivo como siempre.
Kruger sostenía un trapeador en una mano y un balde rojo en la otra. Tenía las mangas remangadas y un delantal negro atado alrededor de su cuerpo. Usaba guantes de látex rojo que casi le llegaban hasta los codos.
—No soporto la suciedad, me desagrada completamente.
Candado se mordió los labios para no reírse del aspecto de Kruger, quien se autodenominaba asesino, cruel, malvado, sátiro, sádico y psicópata. Resultaba irónico verlo vestido como un ama de casa que entra en una vivienda invadida por arañas, suciedad, moho y polvo.