Candado seguía en la cama, inmóvil, sin haberse despertado desde el día anterior. Ya era medianoche, y su respiración se mantenía apenas perceptible. A su lado, Hammya le sostenía la mano con una mezcla de esperanza y temor. Nelson, quien tomaba su pulso, lo observaba atentamente, mientras sus padres, visiblemente preocupados, no apartaban la vista de su hijo. En una esquina de la habitación, Mauricio se apoyaba contra la pared, tocando su sombrero nerviosamente con el pulgar.
—¿Qué le sucede? —preguntó la señora Barret con voz temblorosa.
Nelson no respondió de inmediato. Mantenía una mano sobre el pecho de Candado mientras sostenía un cilindro brillante en la otra.
—No hay respuesta —dijo finalmente, con seriedad.
—Has estado allí por cinco horas, ¿y no hay respuesta? —la señora Barret alzó la voz, quebrada por la desesperación.
—Cariño...
—¡No! ¡Me niego a enterrar a otro hijo! —gritó, sofocando un sollozo.
Mauricio se acercó y, con suavidad, tocó la nuca de la señora Barret con su báculo.
—Kasit... —murmuró en un tono bajo.
La señora Barret cerró los ojos y cayó rendida en los brazos de su esposo.
—¿Qué le hiciste, Mauricio? —preguntó el señor Barret, sorprendido y preocupado.
—Solo duerme. Es un hechizo de descanso; no sería bueno que entrara en crisis, no ahora —Mauricio le hizo un gesto al señor Barret, quien acarició la cabeza de su esposa y le dio un beso en la frente antes de cargarla en brazos y salir de la habitación.
—Vaya espectáculo que armaste, Mauricio —murmuró Nelson, entrecerrando los ojos.
—Silencio, viejo, haz tu trabajo. La vida de mi hermano está en peligro.
Nelson resopló y volvió su atención a Hammya.
—Niña, has estado aquí cuatro horas, arrodillada y sin hacer más que sostenerle la mano. Ve a descansar.
—¿Cómo podría descansar? Esto es culpa mía... yo creí que lo estaba ayudando.
—Y lo ayudaste.
Hammya alzó la vista, confundida.
—¿Tínbari?
—Has conseguido retar a Candado, lo cual no es poca cosa. Has hecho más de lo que piensas.
—¿En qué lo ayudé? Solo logré que se pusiera histérico. Traicioné su confianza tratando de ayudarlo y solo empeoré su salud.
Mauricio bajó el báculo sobre la cabeza de Hammya con una ligera sacudida.
—Antes eras una esmeralda; ahora eres un ónix. Cambiaste tu cabello, pero no cambies tu esencia —susurró, firme—. Es verdad, Candado está en esta situación por algo que hiciste, pero no diría que fue culpa tuya. Hubiera sido peor si te lo hubieras guardado y dejaras que él se pudriera por dentro. Eres una heroína.
Hammya, frotándose la cabeza, desvió la mirada.
—Duele —murmuró.
—No tanto como la forma en la que te menosprecias —replicó Mauricio, sin vacilar.
Nelson, quien hasta entonces había permanecido en silencio, se acercó a Hammya, sosteniendo una fotografía de Candado con su hermana Gabriela y su abuelo.
—Seguro te dijo algo hiriente... —dijo, mirando a Hammya con comprensión—. Todos cometemos errores; yo también discutí con mi hermano una vez y le dije cosas terribles. Sin embargo, él me perdonó. Estoy seguro de que Candado hará lo mismo contigo.
—Quizá...
Nelson suspiró y dejó la fotografía en su lugar.
—Voy abajo. Tengo sed, me pregunto si habrá chacolí.
Salió de la habitación, dejando a Hammya y a Mauricio en un silencio tenso.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella, sin atreverse a levantar la vista.
—Nada, solo queda observar... yo, al menos, esperaré el momento justo para actuar.
—¿Para usar qué?
Mauricio esbozó una sonrisa enigmática.
—Ya lo verás, pequeña. Ya lo verás.
Abajo, en la sala, estaban todos los amigos de Candado: Héctor, Germán, Lucía, Erika, Walsh, Lucas, Ana, Viki, Clementina, Anzor, Declan, Pio, Andersson, Kevin, Martina, Logan, Diana, Matlotsky, Joaquín, la abuela Andrea e Hipólito. Nadie decía nada; el ambiente era tan pesado que solo se escuchaban los pasos de Nelson bajando las escaleras.
—¿Cómo está? —preguntó Andersson.
—No mejora ni empeora. Solo está dormido por ahora.
—¿Sabe el motivo? —preguntó Clementina, con una voz cargada de decepción.
—Podría ser cansancio, estrés... cualquier cosa.
Erika se acercó a Clementina y la tomó de la mano.
—Despertará —susurró, intentando sonreír.
Nelson se rascó la nuca y se fue a la cocina. En ese momento, Héctor se levantó de forma abrupta, atrayendo la atención de todos, y salió de la sala hacia el patio sin decir palabra. Un minuto después, Walsh se puso de pie y lo siguió, cerrando la puerta suavemente al salir.
Cuando Walsh llegó al patio, encontró a Héctor sentado bajo un árbol, con la cabeza entre las manos, golpeándose la frente con los pulgares.