El grupo caminaba incansablemente, alejándose cada vez más del portal. A pesar de su aspecto pintoresco y majestuoso, aquel lugar tenía una atmósfera inquietante que los mantenía en alerta. Era grande, imponente y completamente desconocido para ellos. Las reacciones del grupo eran comprensibles, pero, incluso en medio de su incertidumbre, intercambiaban sonrisas y conversaciones para aligerar el ambiente.
Candado lideraba la marcha con paso firme, ya que conocía el camino. Héctor, sin embargo, no podía ocultar su inquietud. Desde que habían salido, su rostro había perdido toda alegría.
—Héctor.
—¿Sí? ¿Pasa algo?
—Hammya no ha dejado de mirarme, ¿verdad? —preguntó Candado con un leve gesto de irritación.
Héctor giró la cabeza disimuladamente hacia la niña.
—Lo está haciendo.
—Ya veo... Desde que tomé su mano, ha estado actuando extraño. Incluso intentó molestarme con chistes sin gracia.
—¿Y a dónde quieres llegar? —respondió Héctor, arqueando una ceja.
—Sinceramente... me mira con dolor y lástima.
—¿Crees que debimos dejarla atrás?
—No lo sé, Héctor. Ni siquiera entiendo por qué la traje conmigo.
Héctor desvió la conversación, buscando aligerar el ambiente.
—Hemos caminado mucho y aún no llegamos.
—Siento que está cerca —replicó Candado, firme.
—No me gusta este lugar.
—¿Los Baris? —preguntó Candado, sabiendo a qué se refería.
—Exacto. Veo que tú también lo percibiste.
—No soy el único.
Héctor echó un vistazo rápido a los demás. Clementina, Declan y Andersson estaban en alerta máxima, atentos a cualquier movimiento.
—Es probable que nos estén observando —afirmó Héctor.
—No lo creo. No siento nada inusual en el ambiente.
—Entonces, ¿por qué estás tan preocupado?
—Casi me mata uno.
—Lo sé. Estuve ahí.
Candado se detuvo de repente, levantando una mano para indicar silencio.
—¿Qué sucede? —preguntó Héctor, inquieto.
Candado cerró los ojos, llevando la mano derecha a su oreja como si estuviera concentrándose.
—¿No lo escuchan? —dijo, en un susurro.
Clementina activó sus sensores y escaneó a su alrededor.
—¿Un arroyo? —preguntó ella.
Candado abrió los ojos rápidamente, con una chispa de determinación.
—Ahí está. Estamos cerca.
Sin esperar más, comenzó a correr, seguido por el resto del grupo. El sonido del agua les guió hasta un arroyo cristalino. Al llegar, se encontraron con un escenario impresionante.
Del otro lado del arroyo, un majestuoso ceibo extendía sus ramas, ofreciendo sombra a una cama de cristal. Sobre ella descansaba un cuerpo femenino cubierto por raíces, hojas y cristales. A su alrededor, un camino de flores culminaba en un círculo de rosas rojas. A pesar del tiempo que parecía haber transcurrido, las prendas blancas de la mujer lucían impecables.
—Así que aquí es donde se ocultó todo este tiempo... —murmuró Candado, acercándose con cautela.
Colocó su mano sobre la de la mujer y sintió un débil pulso.
—Todavía está viva —dijo, con un destello de esperanza en su voz. Luego, miró a los demás—. Ha estado dormida todo este tiempo.
—Despertémosla —sugirió Clementina, ansiosa.
—No puedo esperar a ver el rostro de mi madre cuando la vea otra vez —añadió Candado.
Sacó un pequeño facón de su funda y, con cuidado, se pinchó un dedo. Dejó caer una gota de sangre en los labios de la mujer. Apenas la primera gota tocó su boca, el suelo comenzó a temblar y la cama de cristal se agrietó ligeramente.
De repente, Erika reaccionó alarmada, con los ojos brillando intensamente.
—¡CANDADO, APUNTA A TU ABDOMEN!
Una lanza emergió de la cama, dirigiéndose justo a donde Erika había advertido. Candado la detuvo con calma, sujetándola entre el pulgar y el índice.
—Esto no es gracioso —dijo con frialdad, arrancando la lanza y lanzándola lejos.
El ambiente se tornó caótico. Desde diferentes puntos, armas emergieron del suelo y atacaron al grupo.
—¡DECLAN, ATRÁS DE TI! —gritó Erika, sus ojos brillando nuevamente.
Declan reaccionó al instante, esquivando una espada que surgió de una roca. Inclinándose, cortó la piedra con precisión.
—Gracias, coneja —bromeó, aunque sin bajar la guardia.
La tensión aumentó con cada advertencia de Erika.
—¡A tus pies, Germán!
Él sonrió y se transformó en lobizón. Con un movimiento feroz, enterró sus enormes brazos bajo tierra, sacando a alguien y lanzándolo lejos de su grupo.