En la casa de Candado. Arturo estaba sentado en el sillón viendo una película mientras cargaba a Karen en sus brazos. A su lado, la abuela Andrea les hacía compañía. Mientras tanto, Europa se encontraba en su habitación, frente al espejo, ajustándose un atuendo formal: camisa blanca, pulóver azul marino con escote en V, corbata violeta, guantes blancos, pantalones negros y zapatos finos oscuros.
Sin embargo, por más que trataba de concentrarse en su apariencia, su atención se desviaba constantemente hacia el collar que llevaba puesto. Una y otra vez intentaba recordar su origen, pero la memoria le fallaba, a pesar de la respuesta que siempre le daba Arturo:
—Es un regalo mío. ¿Ya te olvidaste?
Europa nunca le creyó. Cada vez que cerraba los ojos, un sueño recurrente la acechaba: una figura negra tomaba su mano y le susurraba al oído con voz serena:
—Siempre estaré cerca.
Durante trece largos años, el sueño se repetía, cargado de una ironía desconcertante. Esa presencia cumplía su promesa, pues jamás dejaba de decirle lo mismo.
—¿Quién habrás sido? —se preguntó Europa en voz baja.
Suspiró, dejando atrás el peso de sus pensamientos, y salió de la habitación. Se dirigió a la sala de estar, donde su madre y Arturo la esperaban.
—¿Te volviste a teñir de rojo? —preguntó Europa con un deje de curiosidad.
—Sí, lo hice —respondió Andrea con una sonrisa radiante.
—Te ves hermosa, mi cielo —añadió Arturo, mirándola con ternura.
Europa cerró los ojos, resoplando con un aire de superioridad.
—Claro que lo soy.
Andrea rio suavemente.
—Me trae tantos recuerdos verte vestida así. Es como si fuera ayer cuando te sentabas en mi regazo y veíamos la tele juntas.
Europa le devolvió una sonrisa nostálgica y se disponía a sentarse junto a ellos cuando, de repente, un hormigueo extraño recorrió su cabeza, haciéndola caer de rodillas al suelo.
—¿Qué pasa? —exclamó Andrea, alarmada.
En la casa de los Ramírez
Laura despertó sobresaltada, su cuerpo bañado en sudor. Miró a su esposo, que dormía plácidamente a su lado, y llevó una mano temblorosa a su rostro.
—Ha despertado —susurró con una mezcla de alegría y temor mientras se levantaba de la cama.
En un hotel de la Isla del Cerrito.
Thuy Han salió de la ducha, aún envuelta en vapor, cuando habló en una voz susurrante:
—Europa.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Iré a ayudarte.
A unas cuadras del hotel
Mercedes y Pablo caminaban con prisa por las calles desiertas.
—Mami, creo que llegaremos tarde a casa —dijo Pablo con inquietud.
Mercedes miró hacia una dirección específica, como si algo la llamara.
—Europa me necesita.
—Si ella va, seguramente Arturo también —respondió Pablo, apretando el paso.
Sin más palabras, ambos comenzaron a correr.
En un taller mecánico
Terry estaba bajo un auto, ajustando los frenos, cuando una luz violeta iluminó el taller. Rodó fuera del vehículo y alzó la vista hacia la luna teñida de púrpura. Sonrió, tomando una lata de cerveza y llevándosela a los labios.
—Bonitas horas de regresar —murmuró con sarcasmo antes de gritar—: ¡Felipe, cerrá vos!
En la comisaría
Cacho sintió un pinchazo en la nuca mientras jugaba solitario. Se levantó, intrigado, y se asomó por la ventana. La luna parecía llamarlo.
—Cuantos más años nos hiciste esperar, más iba olvidando tu rostro —dijo con una sonrisa melancólica.
Se colocó el sombrero, ajustó su arma al cinturón y salió apresuradamente.
—Claudio, hazme la gauchada y encárgate un rato.
—Ve con cuidado —respondió Claudio desde su escritorio.
Cacho asintió, dejándolo atrás.
En el hospital Perrando
Gutiérrez Barret cerró su consultorio y, al salir al estacionamiento, notó la luna violeta. Una sonrisa tranquila curvó sus labios.
—Parece que esta noche será larga.
Guardó sus pertenencias en el auto y salió corriendo a una velocidad sobrehumana rumbo a la casa de Europa.
—Perdón, Brenda. Hoy no llegaré a tiempo a casa —dijo rápidamente por teléfono antes de colgar.
En Resistencia
Samanta veía televisión abrazada a Edgar cuando, de repente, se incorporó, gritando:
—¡Es ella!
—¿Quién? —preguntó Edgar, alarmado.
—¡Amabaray! Sabía que volvería.
Edgar sonrió.
—Eso es bueno. Lamento no poder acompañarte.
Samanta abrió un portal en la pared y lo miró con dulzura.