Hammya despertó en su cama, sintiendo la cálida luz del día que se filtraba a través de su ventana y se posaba suavemente en su rostro. Al abrir los ojos, pudo ver el cielo: un sol radiante acompañado de algunas nubes blancas y grises que danzaban en el horizonte. Sin embargo, algo extraño la inquietó. Notó que sólo podía ver con un ojo y un dolor agudo comenzaba a expandirse en su cuerpo, especialmente en las costillas y el pecho, sensaciones que nunca antes había experimentado.
De pronto, un recuerdo se apoderó de ella, y la ansiedad la sacudió. Necesitaba saber qué había sucedido con él.
—¡Candado! ¡CAN...! —gritó con la voz rota por el miedo.
—Estoy aquí —respondió una voz fría y cortante desde alguna parte.
Hammya giró la cabeza hacia la dirección de donde provenía el sonido y lo vio: allí estaba él, sentado, con un libro entre las manos y la misma actitud habitual que siempre lo caracterizaba.
—No hace falta que grites —dijo con indiferencia.
Se levantó con calma y comenzó a caminar hacia ella.
Al verlo de cerca, Hammya quedó petrificada. No tenía ninguna herida visible, como si nada le hubiera sucedido. Vestía una camisa blanca con una elegante corbata roja, un chaleco negro impecable, guantes blancos, pantalones oscuros ajustados y unos zapatos que hacían juego perfectamente con el conjunto.
—¿Candado? —preguntó con un hilo de voz.
El chico se rascó la mejilla con su dedo índice y miró hacia la derecha.
—¿Acaso parezco otra persona?
Antes de que pudiera responder, Hammya saltó de su cama y lo abrazó con tanta fuerza que él perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—¡Estás bien! —exclamó con alivio.
—Olvídate de mí y preocúpate por ti. Estuviste dormida durante dos días —respondió él, intentando ponerse de pie.
Pero Hammya no prestó atención a sus palabras. Siguió abrazándolo, como si no quisiera soltarlo nunca.
—Oye, ya estoy bien. Sólo pasé por una tonta fase —dijo él, tratando de aliviar el peso de la situación.
Con cuidado, Candado la levantó en sus brazos y la sentó de nuevo en la cama. Luego observó su guante y se percató de una mancha verde en él.
—Mira, abriste tu herida. Tengo que cambiarte la venda —dijo con un tono serio.
Se dirigió hacia un escritorio cercano para sacar el botiquín del cajón.
—¿Dónde estoy? —preguntó Hammya, aún aturdida.
—Estás en tu habitación —respondió él mientras preparaba el material de curación.
—¿Qué le pasó a los demás?
—Están en sus casas. Son las 9:05 de la mañana y aún están durmiendo. Vendrán a verte a las 12:00 para saber cómo estás —explicó con una voz calmada.
—Mi cabello volvió a ser verde —murmuró Hammya con algo de extrañes.
—Volverá a ser rojo —respondió él con un tono seguro.
Hammya no pudo evitar reírse ante la tranquilidad de sus palabras.
—¿Dormiste? —preguntó de repente.
—Sí, Clementina y mi madre me obligaron a descansar. No me quitaron los ojos de encima, ya sabes... después de que intenté quitarme la vida —respondió con una mezcla de pesar y sinceridad.
Hammya se mostró preocupada mientras él sacaba alcohol y algodón del botiquín.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
—Tuve que contarle todo, absolutamente todo, desde por qué lo hice hasta por qué intenté acabar con todo—respondió con voz grave.
Hammya se quedó quieta, mirándolo con atención.
—¿Qué ocurrió?
—Me abrazaron, todos, de hecho. Nadie se enojó conmigo, nadie me agredió. Aunque mi madre sí lo hizo —dijo con una tristeza palpable mientras comenzaba a retirar el vendaje de sus manos.
—¿Te importaría mirar hacia arriba? —le pidió.
Hammya lo obedeció y dirigió su mirada hacia el techo, haciendo un gesto involuntario cuando la costra se desprendió de su piel al quitar el vendaje.
—Vaya —murmuró.
—¿Cómo está? —preguntó Hammya.
—Tuviste suerte de que el facón no dañó tus huesos. Sólo tuviste un desgarre de la carne y el músculo. No hizo falta que te cosieran porque la hoja era muy fina —explicó con profesionalidad.
—Tuve suerte —dijo ella de manera burlona.
Con un pañuelo mojado en agua, Candado comenzó a limpiar la herida suavemente.
—Fue muy estúpido lo que hiciste ese día. Podrías haber perdido la mano, haber muerto—dijo él mientras limpiaba.
—Jejeje, no era posible, nadie podía morir en ese, sin mencionar que, si no lo hacía, vos podías haber muerto —respondió Hammya, con un tono serio.
—Pero pudiste perder tu mano.
—Pero no te hubiera perdido —contestó ella con una sonrisa.
—...
Candado pasó alcohol con algodón por la herida, y Hammya no pudo evitar quejarse del ardor.