No tenía hermanos. Era hija única y viendo como estaban las cosas con mis padres, sería hija única por el resto de mis días.
Pero eso no garantizaba que no considerase a Sarah, mi prima de nueve años, como una hermana pequeña.
Mi tío Frederick y mi tía Anabel fueron durante mucho tiempo una prueba refutable de que el amor todo lo puede. De que siempre que haya amor, hay esperanza de un mundo mejor. El problema era que si leías con atención, observarías que la oración estaba redactada en pasado y eso era porque mi tía Anabel, la hermana de mi papá, había fallecido dos años atrás.
Y con su muerte, mi yo pasada de quince años, se dio cuenta que el amor todo no lo podía. No podía vencer la muerte, no podía desafiar la fatalidad del destino, ni podía pagar las deudas. Mi tío Frederick debía sobrellevar las responbilidades de la casa solo y por eso mismo, era que pasaba todo el día trabajando para pagar las cuentas.
Es ahí donde entraba yo; la niñera.
Aunque el título me quedara bastante grande porque Sarah era una niña autosuficiente, que cocinaba mejor que yo y sabía qué hacer en situaciones de peligro, como el día que casi incendiamos una waflera y ella supo de inmediato llamar al número de emergencia. Aun así, le agradaba pasar tiempo conmigo. Y supongo que esa era la razón por lo cual, su padre no me había despachado todavía.
Eso y porque prácticamente yo no le exigía un sueldo.
—¡Tengo hambre! —se quejó la rubia miniatura cuando cerré la puerta y dejé mi bolso en la entrada. Así era como me recibía normalmente, con un puchero entre los labios y las manos sobre el estómago exagerándolo.
—¿Y tu papá?
—Se acaba de ir. —fue detrás de mi mientras yo caminaba por el corredor hacia la cocina.
—¿Y no te preparó el almuerzo?
—Hizo sopa de verduras. Pero a ni no me gusta ni la sopa ni las verduras. —se encogió de hombros y ocupó una de las sillas del comedor. —Pensé que podríamos preparar hot-cakes.
—Eso no es almuerzo. —inquirí.
—¡Pero no quiero sopa!
Me contuve de reprenderla. No pude hacerlo, era débil cuando me miraba con esos ojitos caramelo.
—Por suerte para ti, tengo un emparedado riquísimo en la cartera—comenté. Eso pareció gustarle más, su semblante serio se transformó en una sonrisa genuina.
—¿De carne?
—Con verduras. —añadí. Lo importante era que las comiera ¿verdad? ¿qué importaba si las verduras estaban en la sopa o en un emparedado con mayonesa?
—Bueno, pero después preparamos hot-cakes —aceptó. Y eso fue suficiente para mí. Fui a buscar mi bolsa para desenvolverle el emparedado y ya de paso, tomé una cuchara de la alacena para comenzar a atacar la sopa.
Cuando terminamos era casi hora de hacer la tarea. Sarah pasó a la sala de estar para comenzar con sus deberes de ciencias y yo me entretuve con el piano, mis dedos eran cortos y torpes, siempre terminaba rompiendo mis uñas presionando las teclas, cuando tenía tiempo libre practicaba, pero ya me había rendido a la idea de convertirme en una pianista de renombre si mi futuro como productora fracasaba.
A los veinte minutos y luego de haber fallado dos veces en la partitura, me cansé y terminé. Sarah se levantó del sofá acercándose al piano y me observó mover los dedos sobre las teclas. Su nariz apenas llegaba a la parte superior del piano y parecía un cerdito cómico cuando achicaba los ojos para fijar su atención detenidamente.
—Para Elisa —pidió, era la única que se sabía y para mi suerte era la única que lograba tocar de manera decente.
Hice caso a sus órdenes y me dispuse a interpretar el soneto más conocido de Beethoven.
Se sentó en el espacio libre de la butaca y disminuí la velocidad en la que mis manos se movían para que lograse adecuarse al ritmo. No perdimos tiempo y pronto ambas nos estábamos acoplamos a la letra.
En los momentos que compartía con ella, me olvidaba de todo lo que pasaba afuera. Me olvidaba de lo insostenible que era mantener una conversación con mis padres sin que estos comenzasen a mirarse mal o a discutir. Me olvidaba también de todas las responsabilidades que implicaban ser la encargada del comité estudiantil y de las inseguridades que se me creaban al pensar que quizá, no estaba preparada para llevarlas al cabo. Omitía el hecho de que me molestase no haberme podido defender con madurez contra los dos idiotas que habían arruinado mi teléfono y con él toda mi lista de Spotify y mi agenda virtual, al igual que mis fotos y los números de contacto que tanto me había costado conseguir en su momento.
Seguimos presionando las teclas sobre el piano y la escuché cantar a mi lado; eso inevitablemente me hizo dejar de pensar en mis tonterías y sonreír.
Tenía que cuidarla. Tenía que sobre todas las cosas cuidar a Sarah.
No podía dejar que nada le pasara.
Porque no podía arriesgarme a perderla, como hace años había perdido a Anabel.
A la mañana siguiente, sonó el timbre antes del recreo y la profesora de cálculo dio por terminada la clase. Para mi mala suerte, ninguna de mis amigas compartían salón conmigo y me vi obligada a caminar sola por el corredor, hasta llegar a mi siguiente actividad.
Seré sincera con algo; me gustaba llamar la atención, pero no me gustaba ser observada. Sonaba contradictorio, no podía negarlo. Pero lo explicaría de mejor manera; me gustaba que la gente me felicitara y supiera de mi cuando las cosas me salían bien y destacaba, por ejemplo, disfrutaba mucho las clases de interpretación musical, cuando la señora Bett me llamaba al frente para interpretar alguna canción.
Pero detestaba caminar sola por los pasillos o sentarme en la cafetería en una mesa vacía cuando había gente a los costados. Tenía la sensación de que de esa forma, la gente aprovechaba oportunidad de esparcir cotilleos. ¿Por qué se sentará sola? ¿Se habrá peleado con sus amigas? ¿Le habrá sido infiel a su novio? La gente siempre deducía realidades ajenas sin replanteárselo dos veces.