Respiré hondo, deseando con todas mis fuerzas que esa conversación no hubiera comenzado jamás, no sabía cómo narices era capaz de decirlo con certeza, y todavía muchos menos creer como no me había dado cuenta que todo ese tiempo, había estado más pendiente de mis acciones que yo misma.
Hayden dio un paso hacia delante buscando rectificarse, pero la cólera fue más allá de mí y lo único que quise fue abalanzarme sobre él.
Y no de manera cariñosa.
—Vete —le exigí. Respiré hondo y busqué ocultar la ira cansada en mi voz al igual que la embolia mental que me provocaban sus acusaciones.
—Ashley...—advirtió, pero no escuché nada de lo que dijo a continuación, solo quería detener todas las tonterías que tuviera para decir.
—No sabes lo que dices, no me conoces y aun así te crees con el derecho de juzgarme. —La ansiedad se me acumuló en el estómago y, cuando quise darme cuenta, mi voz se había roto en pedazos— No sé de qué enfermedad hablas, estás hablando estupideces, yo...
El cuerpo comenzó a pesarme, las manos me sudaban más de lo normal.
—Yo puedo ayudarte, estoy seguro que mi madre...
—Cállate —balbuceé—No eres médico, no puedes andar por ahí diagnosticando a gente de algo que ni siquiera sabes. Puede que no sea el tipo de personas que coma demasiado ¡Pero estoy bien! ¿No lo ves? —reepliqué — ¡Y solo intento estar hidratada! No sabía que ahora tomar agua era sinónimo de enfermedad.
—No me tomes como un imbécil. Sé que te has escondido comida en el bolso para tirarla después.
—Eso no es cierto, yo...
—Y también lo vi en la cafetería; primero los líquidos, luego las ensaladas, todo lo demás al cesto de la basura.
—¿Me estuviste observando?
—Mi madre es piscologa. Yo...me pareció raro y se lo consulté.
Con solo escucharlo noté como la vista se me ponía nublada.
—No tenias el derecho de entrometerte en algo así. —espeté, furiosa.
—No es una tontería lo que te está pasando, ¿lo entiendes?
—No estoy pasando por nada.—defendí.
—Eso no lo puedes asegurar.
—Tengo mi propia báscula en casa.
—No es suficiente una báscula, necesitas un medico.
—¡Pero me veo sana!
—¡Estar delgada no es sinónimo de estar sana!
Y esa sola confesión me dio ganas de echarme a llorar, pero me lo impedí, no era el escenario adecuado. Los pulmones me ardían exigiendo oxígeno. Busqué trazar un plan para huir.
—No sabes nada.
—Sé que debe ser difícil buscar ayuda—bajó la voz, cuando levanté la vista, observé la absurda mirada comprensiva de su parte —Pero los problemas alimenticios pueden derivar a la muerte si no se los trata como se debe.
Cada palabra me sentaba como una patada en el estómago y, de pronto sentí la cabeza dándome vueltas para todos lados.
—Hay nutricionistas, terapeutas, psicólogos...
Habían pasado meses desde la última vez que había sufrido un ataque de ansiedad, y saber que estaba a punto de pasarme otra vez solo hacía las cosas más difíciles. La última vez, había descubierto que tomar agua me tranquilizaba, los líquidos me ayudaban a cuando el estómago se me encogía y sentía ganas de vomitar.
Las peleas de mis padres, las clases de baile, las responsabilidades del comité, todo eso provocaba que el estómago se me revolviera, que ya no tuviera ganas de nada. La comida había comenzado a darme náuseas y las noches sin comer comenzaron a volverse más habituales.
Pero todo había comenzado con la muerte de Anabel, después de falleció, yo había estado tan deprimida, que contar calorías y evitar que la gente se diera cuenta de la comida que dejaba en el plato, era la única manera que había encontrado para despejar la mente, y que, de una forma u otra, podía quitarme la noción de que Anabel ya no estaba.
«No pasa nada, es solo por un lapso de tiempo», me repetía cuando la regla se me atrasaba por meses. «No pasa nada, es solo por el estrés de este año» me decía cuando comer me daba nauseas. «No pasa nada, mañana habrá terminado» Me dije dos meses atrás.
Mis dedos comenzaron a entumecerse y dejé de escuchar todo el ruido que salía de su boca.
La botella se me cayó al suelo, o al menos eso supuse porque ya no podía sentir las manos. Mi vista se había mantenido fija en un punto cualquiera, Hayden continuó hablando, nunca había repudiado tanto una voz.
Me recorrió un escalofrío por toda la espina dorsal y sentí el mareo. Cerré los ojos y los puntos pequeños empezaron a aparecer por todos lados, me esforcé en contarlos. Había uno negro, otro blanco, otro negro de nuevo, uno más grande. De repente la voz se dejó de oír, ya no había nada.
Ya no sentía nada.