H A Y D E N
Me pidió que me marchase cuando la doctora Nicols insistió con el diagnóstico.
El aire era denso en la sala de espera, me relamí los labios con impaciencia mientras eché vistazo rápido a los que compartían el espacio conmigo. Afortunadamente no eran muchas personas —Y afortunados porque a nadie le gustaba pasar tiempo en un hospital, salvo médicos y enfermeras y supongo que porque ellos no tienen otra opción —Había una pareja joven, un hombre mayor y una mujer afro que tocaba su abultada barriga.
Miré la hora en mi celular y me percaté de que ya eran pasadas la una. Mi hermana había decidido traerme en su auto a eso de las once y se llevó el coche, así que tenía que esperar a que pasara la tormenta para tomar el autobús.
Me levanté de las sillas metálicas y fui al pasillo, allí encontré una máquina expendedora, metí algunas monedas y esperé a que la bolsa de patatas fritas cayera, me replanteé la idea de comprar una segunda para mi compañera de equipo, pero dada su situación, no estaba del todo seguro que fuera a aceptarla.
Era consciente de lo difícil que era la relación con la comida de una persona que estaba sopesando un problema alimenticio. Lo había vivido en carne propia hace un par de años cuando mi hermana entró a un foro de internet para bajar de peso. Mis padres rápidamente lo detectaron. Era una comunidad donde se promovía el vomito provocado y las altas restricciones de comida para llegar a un peso perfecto. Afortunadamente, su caso no pasó a mayores porque mi madre la inscribió a un taller de terapia que pudo tratar con ella antes de que todos esos malos hábitos se adhirieran a su mente. Sin embargo, no todos los integrantes de ese taller corrieron con la misma suerte.
Addy no lo hizo.
Y que ese nombre vuelva a resonar en mi cabeza todavía genera un sentimiento amago en mi pecho. Porque Addy se hizo amiga de mi hermana en el taller, era un año menos que ella, pero participaba de las sesiones forzadamente desde los once, su trastorno era más severo y se había desarrollado con mayor tiempo. la relación con su terapeuta y con sus padres era conflictiva, pero cuando venía a casa a pasar el rato con Maggie, era de las personas más simpáticas y genuinas que conocí en mi vida. No pude evitar comenzar a sentir algo más allá que se separaba de los sentimientos de amigo. Comencé a pasar más tiempo con ella, sus visitas a casa se hicieron recurrentes, incluso una parte de mí, pensó que ese otro tonto enamoramiento que tenía por mi mejor amiga y que jamás sería correspondido, había desaparecido. Pero entonces, una de esas tardes donde Addy había acordado venir a casa, no apareció. Mi hermana llamó a sus padres, y la noticia de que Addy había sido internada en una clínica de salud por un intento de suicido, cayó como un balde de agua fría.
—Ya puedes entrar —anunció la doctora Nicols cuando salió de la habitación de Ashley y me vio en el pasillo.
Le agradecí con un gesto y nuevamente me adentré a la pieza. No estaba seguro de que quisiera tenerme allí adentro de nuevo, pero irme sin despedirme sería muy grosero.
—Hola —saludé por segunda vez.
En cuanto estuve a una distancia prudente, Ashley se giró hacia mí, sorprendida.
—Pensé que te habías marchado.
—Afuera hay una tormenta horrible. —confesé.
Nos quedamos en silencio por unos segundos, observando los autos que transitaban por las calles y la poca gente que caminaba por las aceras. Desde la altura parecían pequeños, se volvían diminutos puntos coloridos caminando rápido para refugiarse de la lluvia.
—Tengo anemia—admitió al cabo de un rato —La doctora me dijo que la falta de hierro estaba dañando los glóbulos rojos de mi sangre, pero la convencí de que no era un caso de algún problema alimenticio.
—¿Y que dijo sobre eso?
—Que mis padres de todas formas ya habían sacado fecha para una sesión con un nutricionista, más que nada por los resultados en la sangre —explicó—. Y Me recomendó también ir a terapia, pero mis padres no me lo van a permitir.
—¿Quién en su sano juicio le negaría a su hijo algo así?
Igual eso había sonado un poco agresivo. Ashley abrió mucho los ojos y se echó hacia atrás, sorprendida.
—Tu no conoces a mis padres. —aseguró— A ellos no les gusta que gente ajena a la familia se meta en sus asuntos. No soportarían lidiar con la idea de que gente que los conoce esparciera un posible rumor sobre mí, arruinaría la reputación familiar.
—Tu salud importa mucho más que cualquier reputación.
—No es tan sencillo.
—Pero necesitas ir con una especialista.
—Con la nutricionista será suficiente. —fijó, dándome una mirada enternecida.
—Sabes que no será así.
Ni siquiera estaba seguro de por qué me estaba comportando así, pero no podía evitarlo. Bajé la mirada, avergonzado, cuando Ashley apretó ligeramente los labios, empezando a irritarse.
—Basta, Hayden—pidió rendida.
Decidí entonces que no solucionaría nada mi insistir.
Tenía claro que lidiar con un enemigo que quizá te acompañara durante el resto de tu vida era complicado. Sabía también que era una batalla larguísima donde la que combatía era ella contra sus propios pensamientos y vulnerabilidad, sabía que, con los soldados adecuados, podría ganar el combate, pero también era consciente de que, a veces, incluso aunque lucháramos con todas nuestras fuerzas, hay batallas que se pierden. Y tenía miedo de ser otra vez espectador de una.
Respiré hondo, tratando de despejar mi mente y ser positivo al respecto, entonces decidí que, por el momento, lo mejor era no volver a agobiarla con el tema.
—Guárdame el secreto—pidió—Solo hasta que pueda ver como lo soluciono.
Ella se quedó mirándome un momento, como conteniéndose para no largarse a llorar.
—No creo que sea algo que puedas solucionar a la ligera.
—Hayden, por favor—insistió.
No me quedó más remedio que aceptar.