Cantando a las estrellas

4 Conocernos, aunque no nos volvamos a ver

4 Conocernos, aunque no nos volvamos a ver

I don't like walking around this old and empty house

So hold my hand, I'll walk with you my dear

  • Of Monsters and Men

Dahlia.

Me había vuelto loca. Loca no, loquísima.

¿Cómo se me había ocurrido decirle que sí?

Estaba perdiendo la cabeza, definitivamente.

Era un desconocido, por el amor de Dios, Dahlia, ¿qué te pasaba? Y encima me había metido en un taxi. ¡Pero si le tenía pánico a mi propio coche! Coche que por cierto, no había utilizado desde hacía ocho meses. En conclusión, que me había vuelto loca y estaba llevando a un completo desconocido a mi casa.

Mañana saldría como titular en las noticias como, “Chica tonta lleva a desconocido a su casa y acaba asesinada.” No tenía ni la excusa de estar borracha, porque solo había bebido un refresco. No podía tocar el alcohol.

Por suerte para mí, el taxi no tardó mucho en parar por fin frente a mi casa. Pagué y salí del coche acompañada de Alan Miller.

Durante el trayecto en coche había estado sintiendo su mirada de ojos azules clavada en mí, pero yo estaba ocupada tratando de no entrar en pánico, por lo que le había ignorado.

Como hubiera notado que me daba miedo el coche, me moría. Estaba intentando recuperar una vida normal y si tanto se notaba que no lo era, significaba que todos mis esfuerzos no valían para nada. Cuán patético es que me diese más miedo el coche que ir con un desconocido en sí, o con dos, contando el taxista. Supongo que bastante.

Mi casa estaba en un quinto piso sin ascensor, por lo que tuvimos que subir andando por las escaleras. El piso lo eligió mi madre al casarse con mi padre, según ella era solo un lugar temporal, porque luego estaríamos de viaje y nos mudaríamos y acabaríamos viviendo en algún lugar especial, pero cuando Angélica y yo empezamos el colegio se dieron cuenta de que no podríamos hacer todo eso y desde el accidente ya no teníamos ni la oportunidad. Por lo que el apartamento se convirtió en un lugar fijo y sin salida. Mientras subíamos, se creó un silencio verdaderamente incómodo. Por suerte para los dos, él tomó la palabra primero.

—¿Y cómo es que sabes español?

Casi habría preferido que se quedase callado para ser sincera.

—Por mi madre, ella... era española—decidí no contarle toda la verdad, no hacía falta que él supiera que mi madre estaba muerta y que desde entonces mi vida se caía a pedazos—, y tenía familia en España. Sé hablarlo bien, pero sigo con acento inglés.

Subimos otro piso más. Quizás no debería haber hablado de ella en pasado. Quizás no debería ni haber contestado. Quizás no debería ni haberle dejado venir. Quizás debería dejar de pensar y desintegrarme de una vez.

—¿Y siempre tienes que subir andando a tu casa?—preguntó, parecía un poco fatigado.

—Sí, pero bueno, podría ser peor. Los del séptimo están bastante peor.

—Me lo imagino—dijo riéndose un poco.

—Bueno, pero están muy en forma—me reí también, tratando de no sonar forzada.

Subimos otro piso. No sabía si quería retrasar el momento de llegar a mi casa porque me seguía arrepintiendo de haberle dicho que sí, o quería llegar cuanto antes para quitármelo del medio ya.

—¿Y cómo piensas arreglar tu mochila?—le pregunté señalando su mochila rota, que agarraba como podía, era en lo primero que me había fijado de él antes..

—Pues no sé, supongo que la llevaré a algún sitio a que la arreglen.

—Tampoco es tanto, solo hay que coserle el lateral—me miró y sonrió avergonzado—. Madre mía, ¿cuántos años tienes?

—Veintidós.

—¿Me estás diciendo que tienes veintidós años y no sabes coser? A ver, que no digo bordar, sino coser un roto.

—Pues no, no sé coser.

—¿Y cuándo de pequeño se te rompía un pantalón? ¿Lo arreglaba tu madre?

—No, me compraban otro—dijo como si nada.

Él dónde vivía, ¿en Pijolandia? Y a mí me costaba llegar a fin de mes. Sin duda la vida tenía a sus favoritos.

—¿Y tú cuántos años tienes?—preguntó entonces.

—Veinte, aunque cumplo los veintiuno en un mes—no sé por qué dije eso, que le importaba cuando los cumplía.

—Me acabo de dar cuenta de que no sé cómo te llamas.

—Soy Dahlia, Dahlia Allen.

—¿Cómo la flor?

—Sí, como la flor.

—Pues encantado, Dahlia—dijo con una sonrisa que no devolví.

Terminamos de subir las escaleras y me paré frente a la puerta de mi casa, era azul, la única de ese color en todo el edificio, la eligió mi madre para darle algo de originalidad. Se fue a comprar la pintura y la pintó ella sola y nos dejó a Angelica y a mí haciendo guardia en la entrada ya que no había puerta. Luego nos dejó escribir nuestro nombre al lado del pomo por haber sido buenas guardianas y dibujar algunas estrellas y flores. Me acuerdo que los vecinos nos regañaron diciendo que no podíamos pintar la puerta pero papá defendió a mamá y les echó. Nadie había vuelto a quejarse.

Abrí la puerta con cuidado y entré.

—Espera un momento—le dije a Alan, que asintió y esperó fuera.

Era muy tarde, normalmente a estas horas mi padre no estaba en casa, pero decidí comprobarlo primero. No me apetecía que él le viera y que viera que la vida de la desconocida a la que había pedido ayuda era una vida de mierda. Como suponía, no estaba en casa, estaría emborrachándose en algún bar. Como siempre. Era imposible razonar con él.

Volví hacia la puerta y le dejé entrar. La casa estaba desordenada, aunque él no parecía quejarse, yo avancé rápido a mi habitación que era el único lugar verdaderamente ordenado de toda la casa. Nunca he sido una persona muy ordenada, pero un espacio ordenado es una mente ordenada, o eso dicen, así que con el caos que era mi vida al menos procuraba tener mi habitación bajo control. El resto de la casa lo solía dar por perdido ya. Total, había dejado de traer amigas a casa, ni siquiera a Angélica la dejaba venir, él había sido la primera excepción en mucho tiempo y seguía sin saber por qué.



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En el texto hay: drama, amor, casualidad

Editado: 30.07.2025

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