Cantando a las estrellas

9 Me sonabas de algo

9 Me sonabas de algo

Estoy mal en la calle y un poco peor en casa

No confío ni en mi sombra

Colecciono puñales en la espalda

  • Paula Guarnido

Dahlia.

El lunes por la mañana me desperté algo tarde. Había vuelto en el último tren y me había metido en la cama, estaba agotada. Cuando entré en casa papá estaba en el sofá, le dije que se fuese a la cama, pero no me hizo caso y estaba muy cansada como para discutir con él. Tenía claro cuál era el panorama que me iba a encontrar cuando fuese al salón, por lo que intenté atrasarlo todo lo posible. Antes de salir de la habitación me vibró el móvil, que descansaba en mi mesilla de noche, encima de mi cuaderno. Lo cogí y al leer el remitente me quedé mirando el móvil como una boba.

Friki de las estrellas

Buenos días Medio Hoyuelo. Espero que este sea tu número y no el de una pizzería o algo así. Porque no sería la primera vez que me pasa.

¡Dahlia! ¡Venga! ¡Reacciona! Suspiré, tenía que responder, ¿pero el qué? Había guardado su número anoche, antes de acostarme, pero no le escribí. ¿Y si le seguía la broma de la pizzería? Parecería una borde. Bueno, es que soy una borde y no soy abierta, me lo confirmó Lucas. ¿Tanto se notaba que incluso él se dió cuenta? Qué vergüenza. Bueno él no estaba para hablar.

¿Qué le respondía? Ya había abierto el mensaje, no podía dejarle en visto.

Comencé a andar en círculos por la habitación como una tonta.

Dahlia

Hola Miller. No, no es el número de una pizzería, aunque gracias por la idea. La próxima vez será.

Cuando lo mandé tiré el móvil lejos de mi. Me sentía ingenua por estar nerviosa, era un mensaje. ¿Por qué con él me ponía nerviosa? Solo le conocía desde hace tres días. No debería afectarme tanto, es más, debería bloquearle y ya, olvidarme del tema.

Cualquier duda sobre Alan desapareció al entrar al salón.

A pesar de ser ya de día la casa estaba a oscuras, porque las cortinas estaban corridas.

Se escuchaba la televisión, un programa malo de esos de concursos. Lo primero que hice fue apagar la tele y correr las cortinas para que entrase luz. Detrás de mí, mi padre soltó un quejido. Me giré hacía él. Estaba harta de encontrarme esto casi todos los días. Dormía a pierna suelta en el sofá, con la misma ropa que ayer y el pelo todo enmarañado. El salón era un desastre. Estaba todo lleno de latas de cerveza que por mucho que tirase seguían apareciendo, no sabía cómo, y envoltorios de frituras y aperitivos.

Debería haber insistido anoche cuando le dije que se fuese a la cama, él nunca tenía nada bajo control y yo lo sabía. Preferiría escuchar sus quejas cada noche a tener que encontrarme esto cada mañana.

Sabía que iba a ser imposible moverlo de allí. Por lo que fui a la cocina y cogí una bolsa de basura y las cosas de limpieza. Metí todos los envases en la basura, barrí y fregué hasta que todo olía a lejía y a limpio.

El olor despertó a papá, olía tanto a alcohol que me daban arcadas.

—¿Qué crees que haces? —soltó.

—Recoger la pocilga que has montado aquí—respondí, ya bastante harta.

—Deja de tirar mis cosas.

—Deja de comprarlas.

—Mira niña…

Su frase enfadada se interrumpió cuando tocaron el timbre. Solté una maldición y fui a mirar quién era, no sin antes echarle una última mirada a papá.

Al abrir la puerta era un repartidor, con una caja de latas de cerveza en la mano.

—¿Richard Allen? —preguntó el chico.

Asentí un poco cohibida, me entregó las bebidas y se fue.

Cerré la puerta molesta y levanté la caja con algo de esfuerzo para que mi padre lo viese.

—¿De verdad, papá? Me alegra saber que ahora las pides directamente a casa.

—No tienes derecho a opinar, y deja de llamarme así, para mi ahora solo tengo una hija.

Me tragué el nudo que se me formó en la garganta ante aquello. Pestañeé para espantar a las lágrimas y seguí hablando.

—Vete a la cama.

Me miró desafiante pero supongo que el olor de la lejía le convenció. Se levantó con torpeza y se encerró en su cuarto. Dejé escapar un suspiro y reprimí un sollozo, tenía que dejar de sentir tanto. Me acerqué a la cocina y empecé a vaciar las latas en el fregadero y a hacerme un café.

Escuché que mi móvil sonaba en mi habitación pero lo ignoré. No tenía ganas de hablar con nadie ahora mismo. Me deshice de las latas vacías y corté las anillas de plástico de las latas. Cuando por fin conseguí que mi estúpida cafetera rota hiciera café volvió a sonar el teléfono. Fuí hacia él. Pero no era Alan, sino Laia.

—¡Hola Morenita!

—¿Qué quieres?

—Uy qué ánimos, quería hablar de tu maravillosa cita de anoche.

—¿Maravillosa? —solté un suspiro molesta—. La próxima vez buscar uno que no tuviera novia y que no sea un egocéntrico si es posible.

—Hostia, no me jodas. ¡¿Tenía novia?!

—Ajá, una tal Marta. ¿Dónde le encontrasteis?

—Por una app, dios que mal…

—Bueno…—me mordí la uña nerviosa. ¿Se lo contaba? Bueno, tampoco tenía nada que perder—. Pero adivina a quién me encontré.

—¿A mi tía Lucine? Me dijo que se había mudado a Worthing.

—No, ¿qué? ¿Por qué me iba a encontrar con Lucine? Si no la conozco. En fin, era un chico.

—¡No! ¿Al del karaoke? —pude escuchar como cambiaba de postura y me la imagine tumbada en su cama boca abajo, moviendo las piernas, emocionada. Como siempre que la contábamos un chisme.

Supongo que se tomó mi silencio como un sí y la escuché gritar emocionada.

—Necesito que me lo cuentes todo. ¿Cómo se llamaba?

—Miller.

—¿Miller? Qué nombre más raro.

—No a ver, Alan Miller.

Se quedó callada, y la línea se volvió inquietantemente silenciosa.

—¿Pasa algo?



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En el texto hay: drama, amor, casualidad

Editado: 30.07.2025

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