Dahlia
Las fiestas no eran lo mío.
Ni las multitudes, ni la música demasiado alta, ni tener que sonreír como si no estuviera al borde del colapso emocional.
Y sin embargo… ahí estaba. Sentada en el tren apoyada en la ventana por la que llevaba mirando quince minutos. Aunque no miraba a nada realmente.
Solo seguía con la vista los reflejos que se deslizaban por el cristal cada vez que pasábamos por una farola.
Parecían luciérnagas cansadas. Todavía no era lo suficientemente tarde como para poder ver las estrellas. Dios, como me habría gustado mirar a las estrellas en ese momento.
Mi vestido no era nada del otro mundo.
De hecho, estuve a punto de no ponérmelo. Estuve a punto de no ir.
Revisé el móvil por quinta vez. Nada. Ni un “ya estás viniendo”, ni un “no vengas que es una trampa”, nada. Alan no había escrito desde el domingo. Y yo tampoco.
Porque soy así de coherente: me muero por verle, pero no soy capaz de escribirle un “hola”.
Genial, Dahlia. Lo estás bordando.
Suspiré.
A veces pienso que si la ansiedad tuviera una banda sonora, sería este silencio incómodo que sólo interrumpe la voz robótica del tren anunciando las paradas.
“Próxima estación: West Worthing.”
Era ahora o nunca, siempre podía no bajarme,fingir que me había quedado dormida y así no tendría que ir a esa maldita fiesta. Busqué mentalmente los motivos por los que había aceptado ir en un primer momento mientras el tren paraba. Luego recordé que se lo había dicho a mamá, que quería poder ser lo suficientemente valiente como para poder arriesgarme e ir a fiestas, bailar y conocer gente. No se que idea me parecía peor.
Igualmente me levanté del asiento y me dirigí a la puerta.
“Haz como que no estás temblando por dentro.” Me dije a mi misma
Y puse un pie fuera.
El aire de la estación me golpeó como una bofetada suave. Hacía frío, pero no de ese que duele. De ese que te recuerda que estás viva. Que aún puedes sentir algo.
Caminé despacio por el andén, con los brazos cruzados como si eso pudiera protegerme de todo lo que no quería enfrentar esa noche.
Saqué el móvil para mirar la dirección que me mandaron y eché a andar para allá. Entonces mi móvil empezó a vibrar en mi mano. “La audición” fue lo primero que pensé, pero solo era spam.
Suspiré al ver la notificación inútil. Qué raro sería que algo importante llegará justo cuando lo necesitas, ¿no? El destino funciona como a él le da la gana.
Volví a guardar el móvil en el bolsillo de la chaqueta, como si pudiera meter también ahí todo lo que sentía.
Pero los bolsillos no guardan ansiedad. Ni dudas. Ni ganas de salir corriendo en la dirección contraria.
Supe enseguida en qué casa era. En la que no paraba de entrar y salir gente y en las que las ventanas brillaban con luces de discoteca.
—Esta noche es para divertirme— me dije a mi misma en alto, así a lo mejor me lo creía más—. Porque me lo merezco.
Respiré hondo. Una. Dos. Tres veces. El corazón me latía tan fuerte que pensé que la gente de dentro podría escucharlo más que la música.
Pero entonces le ví en la puerta, haciendo nada, supongo que esperándome, o eso quería creer. Mis pensamientos se callaron por completo cuando se giró y me vio, y el mundo volvió a detenerse, al igual que pasó el viernes pasado, y solo estábamos nosotros dos.