Alan
Había estado buscando a Dahlia toda la noche desde que la ví hablando por teléfono. Ví a Daniel, le pegué un codazo para llamar su atención.
—¿Has visto a Dahlia?
—Creo que sí, ¿por qué?
—Solo dime dónde está.
Miré a mi alrededor y suspiré aliviado, Dahlia estaba un poco más lejos, al lado de una mesa, me acerco a ella.
—¿Qué es esto? — le pregunté a un chico que estaba al lado, señalando los vasos.
—Tequila, creo—y se fué.
—Dahlia, ¿qué haces? —le dije, quitándole la copa de la mano.
—Emborracharme, ¿no es eso lo que se supone que se hace en una fiesta? —respondió, claramente borracha.
—No. Vámonos de aquí.
La arrastré fuera. Estaba preocupado, nunca la había visto beber. Había visto a su padre, sabía que ella debía de odiar el alcohol después de ver a su padre. Algo tenía que haber pasado.
—Estoy bien.
—Estás tan borracha que apenas puedes mantenerte en pie —dije sarcásticamente, sujetándola por el brazo.
—Estoy bien, Miller. Déjame en paz.
—No pienso dejarte aquí. Estás hecha un desastre.
La miré, molesto. Su cuerpo se tambaleaba.
—Solo necesito sentarme un segundo.
—No puedes ahogar todos tus problemas en alcohol —dije, ya menos molesto.
—Pues parece que sí puedo.
—Solo dime qué ha pasado, para eso estamos los amigos —dije. Ya no estaba molesto, ahora estaba preocupado.
—No me cogieron. Obviamente. ¿En qué estaba pensando?
¿Qué? ¿De qué hablaba?
Ah, claro. ¡La audición!
—Eh, mírame —le dije, sujetándole la cara con la mano para que me mirara—. Puedes volver a intentarlo, no se ha acabado.
—Sí se ha acabado, Miller.
—No, no lo ha hecho. Eres muy talentosa, tienes una voz de la hostia. Que no te cogieran a la primera no significa que hayas fracasado, a nadie le sale bien a la primera —dije, intentando calmarla.
—No lo entiendes, ¿vale?
—Pues haz que lo entienda —respondí, empezando a irritarme un poco de nuevo, aunque no enfadado.
—No.
—Por favor, intento ayudarte —le dije, pero no funcionó. Era muy terca.
—No quiero tu ayuda.
Solté un suspiro frustrado. Sabía que no podía convencerla a la fuerza.
—¿Por qué eres tan complicada, eh?
—Yo me pregunto lo mismo cada día —respondió sin rodeos, dejándome sin palabras.
La miré, completamente en silencio. Estaba distinta. Normalmente era cerrada de por sí, pero esa noche no quería decir nada. Me preocupaba.
—Me gustan tus ojos, son de un verde precioso —dijo de repente, todavía borracha.
La miré, negué con la cabeza y me reí suavemente. Estaba tan borracha que ni veía bien.
—Sabes que mis ojos son azules, ¿verdad?
—No lo son.
—¿Ah sí? ¿Y cuántos dedos estoy levantando?
Me apartó la mano de un manotazo
—Idiota.
—Oh, venga ya —intenté levantar dos dedos otra vez—. Si ni siquiera sabes de qué color son mis ojos, cállate y dime cuántos dedos.
Sonaba sarcástico, pero en realidad estaba muy preocupado por ella.
—Cuatro, ¿no te jode? —dijo molesta.
Puse los ojos en blanco, negando con la cabeza. No sabía si me resultaba molesta o adorable en ese momento.
—Eres idiota, ¿lo sabes, no? —crucé los brazos.
Se recostó hacia atrás, pero no había respaldo en el banco y casi se cayó. La vi a punto de caerse y la agarré por la cintura. Estaba tan borracha que ni siquiera podía sentarse recta.
—Siéntate bien antes de que te partas el cuello —dije.
Me miró con los ojos bien abiertos, más guapa que nunca. Me congelé bajo su mirada, confundido. ¿Por qué me miraba así? Me costaba apartar la vista. Estaba tan indefensa, tan bonita… incluso borracha. Tan jodidamente guapa.
No pude evitarlo, aparté con suavidad un mechón de su cara y mis dedos se quedaron en su mejilla. La miré, y noté lo cerca que estábamos, mi cara a centímetros de la suya.
—¿Qué?
La miré fijamente. Tenía la cara borracha, pero algo en ella me hipnotizaba. Estaba tan dulce así.
—Nada. Solo... estás jodidamente guapa, incluso borracha—lo dije sin vergüenza.
—Lo sé, soy preciosa —dijo sarcástica, claramente sin creérselo. Se levantó y empezó a caminar, hasta que casi se cayó otra vez.
Puse los ojos en blanco. Estaba totalmente inestable. La agarré antes de que se cayera.
—Ni siquiera puedes caminar sola, idiota. Siéntate antes de matarte.
—No. Yo puedo sola —dijo, caminando otra vez.
Solté un suspiro frustrado. Era una pesadilla borracha. Le agarré el brazo para que no se fuera.
—No puedes ni mantenerte en pie, deja de ser tan terca. ¿A dónde vas?
—A tu coche.
La miré. Sabía lo que iba a pasar. No iba a llegar sin caerse.
—No puedes conducir, estás completamente borracha.
—Ya lo sé. Dios, qué pesado eres.
—¿Yo soy el pesado? La borracha que no puede andar eres tú —dije, molesto. Pero por dentro seguía preocupado.
—No voy a conducir. Vas a hacerlo tú.
La miré, algo sorprendido.
—¿Quieres que te lleve yo? Ni siquiera confías en mí para contarme tus problemas y ¿quieres que conduzca?
Se dio la vuelta y caminó en dirección contraria. La observé un segundo y corrí tras ella.
—Eh, ¿a dónde vas ahora?
—A la estación, entonces.
—Ni de coña vas a ir sola a ningún sitio estando así.
Puse la mano en su hombro y la obligué a girarse para que me mirara.
—Entonces conduce.
Vi esa mirada terca en sus ojos y me rendí. No iba a ceder.
—Vale, te llevo —dije, molesto.
Caminamos hacia mi coche. Sus pasos iban de un lado a otro y me sacaban de quicio. Abrí la puerta del pasajero, la ayudé a sentarse y le abroché el cinturón para que no se cayera.
Rápidamente me senté en el asiento del conductor. La miré un momento y negué con la cabeza, algo molesto, y arranqué el motor.
—Espera —dijo de repente, más consciente—, ¿tú has bebido?
La miré, sorprendido por la pregunta.