Dahlia
La mañana había sido tan ajetreada y extraña que me había olvidado completamente del trabajo.
Mierda, mierda, mierda.
Miré la hora, las ocho. Bueno, no era tan tarde, pero tenía que estar allí en media hora.
La cabeza me iba a matar. Cómo podía papá sobrevivir a esto cada día. Papá. Joder. Le había contado lo de papá. Estúpida, Dahlia, estúpida. Aunque él no había dicho nada aún. A lo mejor se le había olvidado. Ojalá.
Me levanté y a punto estuve de caerme otra vez. Fui hacia el baño. Dios mío, estaba hecha un desastre, parecía un cuadro al que un niño le había pasado toda la mano por encima cuando aún no estaba seco.
Me lavé la cara, por esto no me gustaba arreglarme.
Tenía unas ojeras horribles, como siempre.
Pero mis pensamientos se distrajeron de nuevo al mirar el móvil.
¡Había entrado en las audiciones! ¡Y Laia también!
Eso también significaba que adiós a mi rutina, pero había entrado. Todavía no me lo creía.
Todavía podía sentir los brazos de Alan abrazándome, y de alguna forma hacía que mi corazón se acelerase, mi estómago se retorciera y mi cabeza diera vueltas. Pero con una paz extraña. Pero estaba demasiado confusa como para intentar buscar una explicación a mis emociones.
Cuando fuí a la cocina después de cambiarme de ropa, ví a Alan intentando entender cómo funcionaba mi cafetera. La vista era extraña, nunca pensé que vería a alguien así en mi casa, y él no parecía tener ningún problema. Me hizo gracia como, a pesar de que pretendía saber de todo y aparentar ser perfecto en todas esas revistas, ahí estaba, sin saber cómo funcionaba una cafetera. Me fijé mejor en él, aprovechando que no miraba, noté como él también estaba fatal, tenía más ojeras que yo y eso era complicado. Parecía cansado y envuelto en sus pensamientos. Me pregunté en qué estaría pensando, esperaba que no fuese en mi.
—Espiar a las personas es de mala educación. ¿Lo sabías?
Sus palabras me pillaron de sorpresa y entré del todo a la cocina, en vez de quedarme en la puerta.
—No es espiar si es mi casa—repliqué
—Me da que no va a haber café, no tengo ni idea de como funciona este cacharro.
—Ese cacharro fue mi regalo de cumpleaños.
Me miró a mí y luego a la cafetera y me miró con pena fingida.
—Pues lo siento, ya me jodería.
—Vale niño rico, tampoco es tan difícil. De todas formas, me tengo que ir.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Hay gente que tiene que trabajar para ganarse la vida.
—Claro. Perdón, se me había olvidado que eres una ciudadana productiva —dijo, poniendo voz de documental barato.
Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír un poco. El muy idiota conseguía eso, hacerme sonreír cuando lo último que tenía ganas era de hacerlo.
Cogí mi bolso y empecé a meter cosas a toda prisa. Estaba nerviosa. Pero no por el trabajo. Era por él. Porque ahora no sabía cómo actuar, no sabía qué éramos o si éramos algo. No sabía si lo de anoche era una excepción, un error o un comienzo. Había dicho que le gustaba, pero ya no sabía si creerle. Y encima ahora tendría que aguantar a Craig.
—¿Te llevo? —preguntó de repente, como si fuese lo más obvio del mundo.
—Ahora qué eres, ¿mi chofer?
—Fuiste tu la que me obligó a traerte ayer.
—Luego dije que me iba en tren y no me dejaste.
—Pues para dejarte, con el estado en el que ibas. ¿Te llevo o qué?
—Vale. Pero solo porque tengo que llegar a tiempo y no quiero parecer una muerta andante cuando entre.
—Demasiado tarde —bromeó mientras cogía su chaqueta—. Ya pareces medio zombi.
Le lancé una servilleta que esquivó con un gesto exagerado, como si fuera una bola de fuego. Idiota.
Salimos del piso entre pequeñas pullas y silencios cómodos. No sabía cómo alguien podía hacerme sentir tan confundida y, al mismo tiempo, tan en paz. El trayecto en coche fue corto, pero se sintió más largo de lo que era, quizás porque mi cabeza no dejaba de dar vueltas.
Debería haberme hecho un café. O haberme tomado una aspirina.
Cuando llegamos a la esquina de siempre, la que estaba a media calle de mi trabajo, Alan frenó sin decir nada. El coche quedó en punto muerto, y por un segundo pensé que iba a decir algo más, algo importante. Pero no.
—Bueno, suerte ahí dentro —dijo finalmente, sin mirarme, con los dedos tamborileando en el volante.
—Gracias por traerme.
Me miró entonces. No sonrió, pero sus ojos estaban suaves. Cansados, pero suaves. Estaba raro. Pero no tenía tiempo ahora.
—Después hablamos —añadió.
Asentí, abrí la puerta y salí. El coche arrancó justo cuando puse un pie en la acera, como si hubiera estado esperando eso para huir.
Me giré, vi cómo desaparecía entre el tráfico, y entonces me enfrenté a la segunda parte de mi día: el trabajo.
Entré al local a toda prisa. El lugar ya estaba medio lleno. Algunas mesas con gente bebiendo café o revisando notas. ¿Quién en su sano juicio venía a un bar-karaoke a las ocho de la mañana? Bastante gente al parecer.
—¡Mira quién ha vuelto de entre los muertos! —escuché la voz grave de Anton desde la barra.
Mi cara se iluminó sola.
—Buenos días —dije poniéndome el delantal del uniforme, forzando una sonrisa que se volvió real al ver su cara.
—¿Buenos? Si llegas dos minutos más tarde te estaría mandando flores al funeral —bromeó, dándome una taza humeante—. Aquí tienes. Necesitas esto más que oxígeno.
—Te quiero —dije, abrazando la taza con ambas manos como si fuera un salvavidas.
—Ya lo sé. ¿Cómo fue el finde? ¿Sangre, lágrimas o sexo? —preguntó con su tono habitual de sarcasmo amable.
Casi me atraganto con el café. Anton sabía cómo tirar bombas sin parecer que lo hacía a propósito.
—Tú ni te cortes, eh.
—Como no viniste anoche me toca ponerme creativo.
—Ya, tenía cosas que hacer.
—Claro—dijo con sarcasmo.
—Que sí. De todas formas, perdón por llegar tarde.