Por fin había salido del hospital, ya me dieron el alta.
Sin embargo, ya me lo había perdido todo, el funeral que yo misma había causado.
La culpa me revolvía el estómago, ya había perdido la cuenta de cuántas veces había vomitado. Había pasado un mes pero el recuerdo seguía repitiéndose y repitiéndose y repitiéndose en mi cabeza. Como un bucle infinito de desesperación y tortura. Su risa antes del grito, el sonido de los demás coches, el impacto, los airbags, salir disparadas de la carretera y rodar y rodar. Las sirenas de las ambulancias, las luces de los coches patrulla, las voces distorsionadas.
Todavía podía sentir el cristal del parabrisas clavado en mi cintura, el fuego en mi brazo cuando el coche comenzó a arder.
No recuerdo como estaba mamá en ese momento, supongo que mi cerebro lo había eliminado de mis recuerdos por mi propio bien.
Angélica dice que no fue mi culpa, pero claramente sí lo fue. Nunca debí haber tocado ese coche. Y papá opinaba lo mismo, no se molestaba en ocultarlo, me lo decía cada día.
No podía culparle de todas formas, había matado al amor de su vida. No quería ni imaginarme lo que debía sentir él.
Cuándo llegué a casa, papá no estaba. Ví que no había tocado nada de mamá pero la casa estaba hecha un desastre.
Quería prenderme fuego a mi misma.
Que me tragara la tierra.
Que despertase siendo invisible.
D e s a p a r e c e r.
Debería haber sido yo, no ella.
Me tiré a la cama, me dolía todo.
Miré mi pequeño cuaderno en la mesilla, el que me dió mamá.
Lo cogí con rabia y empecé a arrancar todas las canciones que escribí ahí. Ridículas, todas. Basura. Inútiles. ¿En qué estaba pensando? Nunca llegaré a cantarlas. No me lo merecía. No después de lo que había hecho. Estúpidos sueños.
Por eso son sueños, porque no son reales, y nunca lo serán.
Me volví a derrumbar en la cama, rota, ahogada en lágrimas mientras miraba al techo. Estúpidas estrellas. Ojala se me hubiese caído el techo encima, para acabar con esta culpa, con el dolor, con mi pobre niña interior que estaba sufriendo por los errores de mi yo de ahora.
Quería gritar, pero no me salían palabras, sin embargo mi cabeza estaba llena de ellas. Miles de versos, acordes, rimas. Necesitaba dejarlas salir.
Quién diría que el duelo doliese tanto.
Quién diría que alguien pudiese sentirse tan apagada, deprimida, horrible. Soy un monstruo.
Volví a coger el cuaderno y plasmé ahí todo. So blue, primera de muchas cosas que escribí sobre mamá.
No merecía triunfar, no merecía ser feliz. Pero se lo debía, se lo había prometido. Me senté en el piano y empecé a grabar. Pero como tan solo soy una simple cobarde jugando a ser valiente, lo borré nada más publicarlo.
Quién juega sin saber las normas nunca gana.
Tocaron a la puerta. Papá, Angélica, Laia. No.
Al abrir la puerta fue con Craig con quién me encontré.
Me miró de arriba abajo, estaba horrible. Había vuelto a llorar, me dolía el cuerpo y no me había cambiado de ropa.
Pero él sonrió.
—Hola.
—Hola.
—Me habían dicho que te habían dado el alta.
—Sí.
Me hice a un lado para que pudiese entrar y fue directamente a mi cuarto. Agradecí que no hiciera comentarios sobre el aspecto de la casa.
—¿Cómo estás?
—Mal—respondí, no me apetecía ni mentir.
—Me lo imaginaba—dijo mirando las páginas del cuaderno desperdigadas por el suelo.
Craig se sentó en el borde de mi cama con la confianza de quien ya ha estado ahí antes. Se quedó mirando mis manos, que aún temblaban un poco por la rabia y el llanto. Yo seguía de pie, de brazos cruzados, como si eso pudiese contener toda la vergüenza y el dolor que me recorría por dentro.
—Sé que estás pasando por una mierda enorme —dijo él, con esa voz baja que usaba cuando quería parecer sincero—. Y no tienes por qué estar sola. No ahora.
Lo miré por fin. Y por un momento, su voz me pareció sincera. Casi reconfortante. Era alguien familiar. Alguien que sabía partes de mí que los demás no conocían. Y dolía, pero también… pesaba menos que todo lo demás. Durante unos segundos, lo permití.
Se levantó y caminó hacia mí, muy despacio. Colocó una mano en mi mejilla. Fría. Grande. Una vez fue cálida. Ahora ya no sabía.
—Te echo de menos, Dahlia —susurró—. A veces pienso que nadie te entiende como yo.
—Podrías dejarte cuidar un poco —añadió, inclinándose—. Solo por esta noche. Nadie tiene por qué saberlo.
Me quedé quieta. Su voz era como una manta vieja: rasposa, pero familiar. Y en ese momento, entre todo el dolor, me sentía tan pequeña, tan rota, que por un instante casi quise dejarme envolver.
Pero algo en mí no cuadraba.
Craig se acercó más. Su otra mano me sujetó por la cintura, sin preguntar. Su aliento rozó mi cara y me invadió el olor a colonia barata mezclado con algo más amargo. No era consuelo lo que traía. Era necesidad. Impaciencia.
Entonces me besó.
No fue dulce. No fue como los besos de antes, cuando aún me gustaba. Fue algo urgente, ensayado. Me congelé.
No respondí.
Me aparté, con las manos en su pecho.
—Craig, no.
—Vamos, Dahlia —dijo, intentando besarme otra vez, sin escuchar.
Aparté la cara.
—He dicho que no.
No me escuchó, me arrastró a la cama y volvió a besarme mientras su mano subía por mi pierna. Intenté quitármelo de encima.
—Qué pares.
—Venga ya tía, llevo meses esperando. Siempre has sido un puto laberintok primero que sí y luego que no, siempre con esxcusas. ¿Ahora porque tú mami se ha muerto no quieres? ¿Esa es tú excusa?
—Déjame en paz.
—No. Los dos sabemos que sí quieres, deja de hacerte la difícil.
Su toque era brusco, ya no era amable. En un intento desesperado le dí una patada y por fin se apartó enfadado. Craig apretó los puños, su mirada se endureció.
—Serás puta.
—Vete de mi casa.
—Ah claro, ahora me tengo que ir. Vengo cuando no le importas a nadie más, ¿y me haces esto?
—No te debo nada, Craig.
—Claro que me lo debes. Te aguanté cuando nadie más lo hizo.
—Ni que fueras un mártir.
—No, soy tú novio, algún beneficio tendré que tener, ¿no?
—No eres nadie para exigirme nada. Y menos ahora. Así que lárgate.
—Siempre has sido una maldita ingrata —escupió, dándose la vuelta.
Y entonces, justo antes de salir, añadió con frialdad:
—No vas a llegar a ninguna parte. Ni con tus canciones, ni con tus falsas esperanzas. Porque no sabes lo que quieres. Porque siempre fallas. Acuérdate de esto cuando estés sola otra vez. Porque lo estarás. Siempre lo estás. Y siempre lo estarás.
Se fue dando un portazo y yo me quedé ahí, acurrucada en mí misma, intentando ser lo más pequeña posible. Me sentía asquerosa. Y lo peor es que sabía que tenía razón.
No podía más, no podía más.
Debería haber sido yo.