Cantando a las estrellas

27 La paz que no sabía que estaba buscando

27 La paz que no sabía que estaba buscando

And I see forever in your eyes

I feel okay when I see you smile

Wishing on dandelions all of the time

  • Ruth B

Alan

Había besado a Dahlia.

Joder.

¡Había besado a Dahlia!

Por segunda vez. Pero el primero no contaba, estaba borracha y acabó mal. ¿Pero esto?

Madre. Mía.

Me temblaban un poco las manos. A ella también.

Pero no importaba.

Llevaba toda la mañana comiéndome la cabeza sobre qué le diría y de la nada estaba ahí, diciéndome que quería intentarlo conmigo. Conmigo.

Estaba en una nube. No podía forzarme a mí mismo a abrir los ojos. Me quedé ahí, con mi frente apoyada en la suya callandome mil cosas. No podía hacer un ridículo como el de Daniel.

—Alan, ¿te has muerto o qué? ¡Robert ha tirado medio bote de...!

La voz de Daniel nos cortó como un cubo de agua helada. Hablando del rey de roma…

Nos separamos de golpe. Bueno, no tan de golpe, pero lo suficiente como para que el aire se sintiera otra vez distinto y volviese a respirar de nuevo.

Daniel se había asomado por la puerta entreabierta, y al vernos, abrió los ojos como platos.

—Hostia…

Se quedó congelado un segundo. Luego se le escapó una sonrisa idiota. Voy a matar a este tío.

—Vale… eh… —dijo, dando un paso atrás lentamente, con las manos en alto como si acabara de interrumpir una operación secreta del FBI—. Me piro. Perdón. No he visto nada. Literalmente estoy ciego. No tengo ojos.

Cerró la puerta despacio, pero no sin antes guiñarme un ojo. Un guiño. Me quería morir.

O bueno, no. En realidad, no. En realidad quería quedarme ahí para siempre. Pero sin Daniel, claro. Sin interrupciones, sin ojos indiscretos, sin el maldito Robert tirando cosas. Solo Dahlia y yo, en esta especie de burbuja rara que se había creado y que no sabía cuánto iba a durar.

Me giré hacia ella, todavía medio rojo.

Ella no decía nada, pero tenía esa sonrisa bajita que se le escapa cuando intenta hacerse la seria. Esa que me mata.

—Lo siento por Daniel —murmuré.

—Tranquilo.

—¿Sabes qué es lo peor? —le pregunté.

—¿Qué?

—Que ni siquiera me sorprende.

—A mí tampoco —respondió, poniendo los ojos en blanco.

Me reí. No fuerte. De esa forma que solo te sale cuando estás cómodo con alguien.

No dije nada más. Me limité a mirarla. Y ella me miró a mí. Y por primera vez, en mucho tiempo, no me sentí inseguro en ese silencio.

Solo estábamos ahí. Como si por fin se hubiera alineado algo que llevaba mucho tiempo girando al revés.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, bajito.

—¿Ahora? —repetí, haciéndome el interesante—. Bueno… Ahora Daniel probablemente esté dentro contándole a Robert y Eva que nos ha pillado, y Eva lo estará interpretando como si fuéramos a casarnos.

—Me refiero a nosotros, tonto—dijo.

Ah—dije, un poco pillado—. Pues… no sé. Supongo que ahora intentarlo. Si tú quieres.

Ella me sostuvo la mirada. No con esa expresión de defensa que tenía al principio, como si esperara que le hicieran daño. Esta vez era distinta. Más tranquila. Más abierta. Como si por fin hubiera soltado algo que llevaba apretando desde hace meses.

—Sí —dijo simplemente—. Quiero.

—Vale —murmuré—. Pues… lo intentamos.

Entonces la puerta volvió a abrirse.

—Vale —dijo Daniel, asomando solo la cabeza esta vez—, no me he aguantado. Pero tenía que decirlo: ¡por fin!

—Fuera —le dije, tirándole el trapo que había dejado en el suelo, que no llegó a impactar.

—¡No sabéis cuánto me ha costado no gritarlo por todo el pasillo! Estoy orgulloso de mí—respondió, desapareciendo otra vez.

—¡Te voy ganando por dos ya! —le grité.

—Ti viy ginindi pir dis yi. Déjame en paz—le escuché desde dentro.

Me giré hacia Dahlia, alzando una ceja.

—¿Eso ha sido una imitación mía?

Ella se encogió de hombros, luchando por no reírse.

—Me da que sí.

Nos quedamos ahí otro rato más. Sin prisas. Sin el peso de antes. Solo nosotros. Mi cerebro se quedaba en blanco cuando la miraba. No podía dejar de sonreír como un idiota.

Hasta que Daniel gritó desde dentro:

—¡AHORA SÍ HE PUESTO EL DIARIO DE NOAH! ¡Y SÍ, HAY PALOMITAS!

—No puedo más con este tío —murmuré.

—Y aun así lo quieres —dijo Dahlia, divertida.

—Desgraciadamente, sí. Y tú mejor amiga también.

—Bueno yo me he quedado con el amigo guapo—dijo.

Me giré hacia ella, medio en broma, medio no.

—Puedo decir lo mismo.

Levantó una ceja, divertida.

—¿Estás insinuando que soy más guapa que tú?

—Estoy afirmando que tengo mejor gusto. Vamos antes de que Daniel se coma todas las palomitas, aunque seguramente te pongan a limpiar también —dije, haciendo ademán de abrir la puerta.

Pero ella me detuvo con la mano.

—Espera.

Me giré, y antes de que pudiera preguntar nada, se puso de puntillas y me dio un beso corto. No rápido. Solo corto. Como si dijera gracias sin decirlo.

—Vale —murmuró después—. Ahora sí.

No sé cuánto tiempo tardé en reaccionar, pero cuando volví a acordarme de que las piernas se movían, ya estaba sonriendo como un idiota.

Caminamos juntos hasta el salón, donde Daniel estaba tumbado en el sofá con un bol de palomitas del tamaño de su ego y Robert y Eva nos miraban divertidos.

—¡Oh! ¡Mira quiénes han vuelto! —dijo Eva, teatral, levantando las cejas como si llevase horas esperando la escena.

—Hombre, no me puedo perder el diario de Noah—dije sentándome en el sofá y tirando de Dahlia para que se sentase a mi lado.

—Dahlia, yo te aviso que con esta película llora—dijo Daniel.

—¿Y qué? Yo también lloro—intervino Eva.

—Tendréis pañuelos o algo—bromeó Dahlia. La notaba algo nerviosa, pero tampoco hizo ningún amago de intentar irse, por lo que lo tomé como una buena señal.



#7626 en Novela romántica
#1196 en Joven Adulto

En el texto hay: drama, amor, casualidad

Editado: 30.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.