La mañana siguiente me resultó más fácil despertar. En cambio, Emily murmuraba entre quejidos, pidiéndome que la dejara dormir. Tuve que sacudirla varias veces hasta que, a regañadientes, se levantó. Al menos, aquella noche las pesadillas no me habían visitado, y por primera vez en mucho tiempo pude sentir cierto alivio. Tal vez el cambio de ambiente las había ahuyentado.
Emily solía dormirse con los audífonos puestos, lo cual también me tranquilizaba: si llegaba a gritar en mitad de la noche, al menos no la sobresaltaría.
Fui al baño, me arreglé como el día anterior y, al salir, la vi arrastrarse hasta el armario para buscar el uniforme. Terminé ayudándola a alistarse, y juntas salimos casi corriendo para llegar a la formación. Por suerte, entramos al salón justo a tiempo.
—¿Quién es Margot? —preguntó Emily, apenas nos sentamos.
—Ya lo descubrirás —le susurré.
Y así fue. Margot apareció acompañada de sus dos fieles sombras, con la altivez de quien no necesita invitación. Sus ojos, esta vez, se clavaron en Emily. Pude notar la incomodidad en su mirada: la naturalidad de mi amiga, su seguridad, habían logrado inquietarla. Margot disfrutaba de ser el centro de atención, y no estaba dispuesta a ceder ese papel.
Emily se inclinó hacia mí.
—Tenías razón… ya sé quién es.
Le respondí con una sonrisa cómplice.
La clase transcurrió sin incidentes, aunque las miradas y murmullos de Margot y su séquito me mantuvieron alerta. Desde el primer día parecíamos haber despertado su animadversión, como si buscara un nuevo blanco para sus juegos crueles.
Cuando sonó el timbre, recogimos nuestras cosas.
—Vamos al cafetín —propuso Emily.
Acepté, y en el camino su curiosidad cambió de rumbo.
—¿A qué se dedican tus padres?
El silencio se me hizo un nudo en la garganta. Hablar de mi padre era incómodo; recordar a mi madre, insoportable. Fingiendo indiferencia, respondí:
—Mi padre es ingeniero. Tiene una constructora. Mi madre… falleció al darme a luz.
Emily bajó la voz.
—Lo siento.
—No pasa nada —ataqué rápido, desviando la conversación—. ¿Y los tuyos?
Una chispa de orgullo iluminó sus ojos cuando sonrió.
—Mi madre es actriz de teatro.
Pero enseguida esa luz se apagó. Bastó un parpadeo para que un recuerdo oscuro la ensombreciera.
—Mis padres están divorciados —añadió.
No supe qué decir. Ella ocultaba heridas tan profundas como las mías. Caminamos en silencio hasta el cafetín.
Lo primero que vi al entrar fue a Margot. Estaba sentada con su séquito. Nos miró con sonrisa y le susurró algo a Jenny, que soltó una risita.
Emily, ignorándola, me ofreció una goma de mascar.
—Ahorita, no —respondí, sin apartar la vista de Margot.
Jenny se levantó y comenzó a acercarse. Emily lo notó.
—¡Victoria! No le hagas caso. Solo busca atención.
—Ven, mejor compremos dulces —insistió, intentando distraerme.
Pero entonces Margot apareció de la nada, fingiendo un tropiezo. Todo el vaso de soda cayó sobre mí.
—Ups… lo siento —dijo con burla.
Sentí cómo la sangre me hervía. El calor me subió a las mejillas, los puños me temblaban, lista para responder. Y justo cuando iba a estallar, Emily, sin pensarlo, sacó de su boca una enorme bola de chicle y se la restregó en el cabello.
—Yo también lo siento —replicó con sarcasmo.
El chillido de Margot atrajo a la otra amiga, y en segundos las tres se nos echaron encima. Ya no me contuve. Descargué toda la furia acumulada, golpe tras golpe, sin distinguir a quién alcanzaba. Emily, en el suelo, se defendía como una fiera.
El alboroto atrajo a decenas de estudiantes que formaron un círculo alrededor. Los gritos, las risas, el caos… hasta que varios brazos nos sujetaron y nos arrastraron fuera.
El despacho de la madre superiora olía a incienso y autoridad. Despeinadas, jadeantes, parecíamos delincuentes atrapadas en el acto.
—Señoritas, lo que ocurrió es vergonzoso. Aquí no se permiten espectáculos de esa clase —dijo con severidad.
Margot, señalándonos, se quejó con dramatismo:
—¡Ellas empezaron! Mire mi cabello.
Emily replicó al instante:
—¡Mentira! Ellas se nos vinieron encima.
—¡Basta! —cortó la madre superiora—. No me interesa quién comenzó. Todas están castigadas. Este fin de semana se quedarán limpiando la capilla. Y además, hablaré con sus padres.
Margot bufó.
—Mis padres han hecho un donativo muy generoso. No creo que…
El rostro de la madre superiora se endureció.
—Aquí todos los padres contribuyen. Pero ni el dinero ni el apellido le dará privilegios. Aprenderá humildad, señorita Miller.
—¿Cómo se atreve? Usted no sabe quién es mi familia.
—Lo que sé —tronó la mujer— es que aquí será tratada como una alumna más. Si no le gusta, la puerta está abierta.
El silencio fue absoluto. Incluso Margot quedó sin palabras.
Al salir, se inclinó hacia mí con veneno en la voz.
—Esto no se va a quedar así, Victoria.
No respondí. Quizás me veía como el blanco fácil. Tal vez por eso me odiaba. Emily, en cambio, no paraba de reírse al recordar el chicle enredado en su cabello.
†††
El fin de semana llegó con su aire cálido y la risa de los estudiantes que partían con sus familias. Todos menos nosotras.
—Ya tendremos otros fines de semana —dijo Emily, siempre optimista.
Un golpe en la puerta la hizo correr a abrir.
—¡Victoria! —exclamó—. Tu familia vino. Y la mía también.
El corazón me dio un vuelco. No quería ver al tío Gustavo ni a Andrea. Pero no había escapatoria.
En la sala de visitas me esperaban. Andrea sonreía con dulzura; mi tío, con la severidad de siempre.
—Cuéntame tu versión —pidió él.
—Solo me defendí —respondí, bajando la mirada.
—¿Te molestan esas niñas? —preguntó Andrea.
—No, tía. Fue un malentendido —mentí.