Los días siguientes transcurrieron en calma. Aproveché el tiempo para adelantar tareas e investigaciones. Andrea me llamaba de vez en cuando para saber cómo estaba y mantener viva la coartada: le había contado a mi padre que el internado organizó una actividad de bienvenida, y que por eso no habíamos salido. Le agradecí su ayuda. Mis tíos tampoco se comportaban como carceleros; parecían esforzarse en suavizar mi estancia, y eso poco a poco iba ganándose mi confianza.
El domingo por la noche, mientras preparaba mis cosas, volvieron esas palabras: “No temas a la niña”. La voz de mi abuela resonaba en mi mente como un eco que no lograba descifrar.
—Victoria, te estoy hablando —dijo Emily, tocándome el brazo.
—¡Ah! Perdón…
—Ya me dijiste que no hablabas mucho, pero no aclaraste que a veces viajas al espacio —rio, divertida.
No tenía ganas de conversar, pero era tarde para evitarlo.
—Sabes… por culpa de la pelea, mi mamá no me llevará al estreno de su obra —murmuró con tristeza.
—Lo siento, Emily. Si no hubieras estado conmigo, no te habría afectado. Margot no me soportó desde el primer día.
—Tonterías. Esa chica merecía que alguien la pusiera en su lugar. Pero cambiemos de tema… hablemos de sueños. Y de chicos.
La palabra sueños me tensó de inmediato. Ya solo la asociaba con pesadillas.
—¿Vicky? ¿Estás bien? Te pusiste pálida.
—No… nada —contesté rápido, y para disimular lancé la pregunta más absurda:
—¿A qué tipo de sueños te refieres? ¿A los de dormir?
Emily soltó una carcajada.
—¡Victoria! No, me refiero a tus deseos. Voy a pensar que los golpes te dejaron un poco loca.
Le lancé una almohada, fingiendo una sonrisa.
—Entonces dime, ¿qué deseas más en la vida?
Guardé silencio, tragando el peso de mis pensamientos.
—Que el tiempo pase rápido… cumplir dieciocho, ser libre.
—¿Tanta prisa por envejecer? —frunció los labios—. Yo quiero saborear mi juventud, no dejarla escapar. Tu respuesta esconde algo más.
Sus palabras tocaron una herida invisible. Tragué saliva, la garganta ardiendo.
—Estoy aquí… en contra de mi voluntad.
Emily me miró en silencio, esa clase de silencio que abriga.
—Mi papá no me quiere. Me culpa por la muerte de mi madre. Me alejó de mis abuelos. Es como si quisiera que yo cargara su dolor.
Las lágrimas ardieron en mis mejillas. Emily me abrazó fuerte.
—No es tu culpa. Son tragedias, no pecados. No dejes que su dolor escriba tu historia.
Su voz era bálsamo y cuchillo. Después, con una madurez extraña para su edad, añadió:
—Si quieres libertad, empieza a construirla ya. Ahorra tu mesada, guarda cada moneda. Convierte su dinero en tus alas. Algún día podrás regresar con tus abuelos, pero necesitas estar lista.
La escuché con los ojos abiertos en la penumbra. Ella reía, ligera, pero sus palabras me inyectaban esperanza.
Esa noche se fue entre planes de independencia y promesas susurradas al oído. Sin embargo, mientras Emily soñaba en voz alta, yo me preguntaba qué trampas del destino acechaban para destruir nuestras ilusiones.
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Al día siguiente, la promesa de libertad se desmoronó.
Todas las involucradas en la pelea fuimos citadas con el psicólogo del internado. Yo sería la primera.
Frente a la puerta, el aire olía a desinfectante y papeles viejos. Al entrar, el mundo se detuvo: no era un psicólogo. Era Rebeca.
Me quedé helada. Sus títulos enmarcados en la pared me hirieron como dagas: psicóloga y psiquiatra. Sentí que todo había sido una farsa.
—Antes de juzgarme, escúchame —pidió, levantándose. Sus manos se retorcían con una ansiedad que intentaba ocultar.
—¿Por qué no me lo dijiste? —mi voz temblaba de rabia. No la miraba a los ojos, fijé la vista en sus diplomas, como si gritaran mi engaño.
—Quise acercarme a ti como amiga, no como profesional.
—¡Y lo lograste! ¿Qué diagnóstico sacaste? ¿La loca que despierta gritando por las noches?
Ella palideció, pero mantuvo la compostura.
—Victoria, estás siendo injusta. Mi propósito es ayudarte.
—No quiero medicinas que adormezcan mi dolor. He vivido con esto toda mi vida. Sí, rota por dentro… pero viva.
La sombra de algo —¿culpa?, ¿compasión?— cruzó su mirada.
—No hablaré de lo que no quieras. Pero quiero estar aquí, apoyarte.
—No necesito tu lástima.
El silencio se hizo espeso. Al final, me pidió narrar lo ocurrido en la cafetería. Lo hice con frialdad. Ella escuchó en silencio, con el mismo gesto de pena que me irritaba aún más.
Cuando me despedía, dijo con voz baja:
—No quiero que me veas como una analista, sino como alguien que desea estar a tu lado. Razónalo cuando estés más tranquila.
No respondí. Salí con la sensación de que ocultaba algo más.
Emily notó mi expresión sombría y me bombardeó con preguntas. Le conté lo esencial, pero su intuición fue más lejos:
—Rebeca se interesó en ti desde el primer día… demasiado. Aquí todos tenemos problemas, pero contigo fue diferente. No me cuadra.
Apreté las sábanas entre los dedos, esquivando su mirada.
—Supongo que es por la relación con mi padre.
Ella no se convenció.
—Pues, si alguien necesita terapia, ese es él.
Sus palabras me atravesaron. Si conociera mis pesadillas, entendería mejor por qué mi padre buscaba ayuda desesperada.
Esa noche, el recuerdo volvió: mi abuela susurrándole a mi padre que no me temiera. ¿Qué había visto en mí?
Me revolví en la cama. La oscuridad del internado pesaba como un muro. El viento golpeaba las ventanas con un lamento lejano.
Cuando al fin me venció el sueño, la vi: mi abuela, envuelta en sombras, extendiendo sus manos hacia mí. Sus ojos parecían arder, y en su voz había un eco de advertencia y despedida.
Desperté con la almohada empapada en lágrimas. El amanecer filtraba un resplandor gris que hacía del cuarto una celda. Y por primera vez, tuve miedo no solo de mis sueños… sino de mí misma.