Había estado esperando el fin de semana con una ansiedad que se anidaba en el pecho. Me urgía comenzar a investigar dónde mis tíos escondían mis documentos. La noche anterior había dejado todo preparado: cuadernos, libros, deberes pendientes… pero lo que realmente necesitaba era salir del internado. Respirar otro aire, aunque fuese el denso y callado de la casa de mis tíos. Quería despejar mi cabeza, pero un pensamiento no me soltaba, como una sombra persistente: Rebeca.
Había sido cruel con ella, y ahora esa culpa me ardía por dentro.
Un golpeteo suave en la puerta interrumpió mi tormenta mental. Una de las monjas se asomó con su eterno tono sereno:
—Señoritas, ya llegaron por ustedes.
Emily y yo salimos con prisa de la habitación, buscando esa libertad provisional como si fuera oxígeno. Pero, a diferencia de mí, Emily no percibía el internado como una prisión; para ella, todo en la vida era una oportunidad, una puerta que debía abrirse con decisión.
Ya en el patio, nos despedimos. Se me acercó y, en voz baja, me recordó:
—No te olvides de averiguar dónde tienen tu pasaporte.
Luego corrió hacia el coche donde la esperaba su familia. Desde la distancia, vi cómo una mujer elegantísima descendía del auto para abrazarla con un entusiasmo que se clavó en mi alma. Emily le susurró algo y la mujer, su madre, me saludó levantando la mano. Le devolví el gesto, pero mi interior comenzaba a desmoronarse.
Ese abrazo —tan cotidiano, tan simple para otros— fue una daga. Yo también quería abrazar a mi madre. La extrañaba con una intensidad que me cortaba el aliento. Si tan solo hubiera tenido más tiempo con ella… Nuestra historia juntas había sido tan breve que se sentía irreal.
Mientras contemplaba esa escena, me permití imaginar —solo por un instante— que éramos mi madre y yo las que nos fundíamos en ese abrazo eterno. Pero la realidad, cruel y constante, me devolvía a mi verdad: ella ya no existía. El vacío que dejaba era como una herida que sangraba sin cesar. Sentí que las piernas me flaqueaban. Estaba a punto de caer.
Entonces, una mano cálida tocó mi hombro, sosteniéndome.
—Victoria, hija… no estás sola —dijo una voz a mis espaldas.
Me giré y me lancé a los brazos de Rebeca.
—Rebeca… Perdóname… No fue mi intención, pero… no puedo más, yo…
No pude seguir. El nudo en la garganta era una cadena. Rebeca me abrazó fuerte, sabiendo que me estaba derrumbando.
—No te preocupes. Todo está bien —susurró.
Andrea se bajó del coche, con el ceño fruncido, evidentemente preocupada. Se acercó con paso firme mientras sonaba insistentemente la bocina que nadie había escuchado.
—¿Le pasa algo a Victoria?
—No, señora Montesinos —respondió Rebeca con rapidez—. Solo nos estábamos despidiendo. Se puso sentimental, eso es todo.
Andrea ladeó la cabeza, desconfiada.
—Victoria, la señorita Rebeca, no se irá de la institución. Podrás verla el lunes. ¿O acaso se va, señorita Rebeca?
—Por supuesto que no —dijo ella sin dudar—. Ya le dije, solo fue un momento de emoción.
Yo me sequé las lágrimas con disimulo, agradeciendo en silencio esa mentira piadosa.
—No sé por qué me puse así… —dije, fingiendo serenidad—. Aún me siento sensible por el cambio de ambiente. Cualquier tontería me derrumba.
Luego, me volví hacia Rebeca con una sonrisa frágil.
—Gracias, amiga —enfatizando la palabra amiga como una tregua. Ella me guiñó el ojo con complicidad.
—Ya es hora de partir —dijo Andrea, mirando el reloj—. Tu tío no debe tardar.
Subí al coche con ella. Mientras avanzábamos por las calles cada vez más sombrías, pasé los dedos por la esclava que me había regalado mi abuela. Era mi forma de sentirme menos sola. Como si, al tocarla, pudiera invocar su presencia, aunque fuera un susurro desde el otro lado del velo.
Andrea, sin esperar, comenzó a hablar:
—Victoria, ¿cómo te has sentido en el internado? ¿Las chicas… del problema, te han dejado en paz?
La pregunta llevaba un filo oculto, un tono inquisitivo tras el disfraz de preocupación. Sabía que la escena reciente le había dejado dudas. Tenía que borrar de su mente la imagen de mi fragilidad.
—Todo se arregló —dije, fingiendo una calma que no sentía, obligándome a mirar por la ventana como si nada hubiera pasado.
Pero en mi interior, el peso de una verdad más oscura, más profunda, comenzaba a despertar. Algo antiguo… y peligroso.
—Me alegra que todo esté solucionado —comentó Andrea, rompiendo el silencio con su tono amable. Al poco tiempo, llegamos a la casa.
Me dispuse a bajar mis cosas con su ayuda. Ya adentro, Andrea me mostró la habitación que ocuparía. Lo primero que vi fue la computadora, colocada en un escritorio junto a la cama, y se notaba que era nueva. Ella percibió mi expresión de asombro, y supo que no era solo por el objeto en sí, sino por lo que representaba. No era cualquier computadora; probablemente pertenecía a alguno de sus hijos.
—Espero que te guste la habitación, y la computadora, porque es tuya —dijo con una sonrisa tenue.
—¿Mía?
—Sí, Victoria. Alberto nos pidió que te la compráramos. Esa en específico. Y también tienes internet para que puedas hacer los trabajos e investigaciones del colegio.
Hubo una pausa breve antes de que continuara:
—Tu papá quiere que estés cómoda… Ah, y también quiso que compráramos una TV nueva para ti.
Un suspiro escapó de mis labios. ¿Regalos, más regalos? Mi padre parecía querer tapar su ausencia con cosas materiales, como si eso pudiera borrar lo que realmente me faltaba: su presencia, sus palabras, su amor.
En ese instante, el teléfono sonó, interrumpiendo mis pensamientos. Andrea salió a atenderlo. Yo me disponía a darme un baño para despejarme cuando mi tía volvió a entrar.
—Vicky, disculpa, es tu padre el que llama. Quiere hablar contigo.
Mi cuerpo se tensó al instante. No quería hablar con él, no quería escuchar aquella voz fría y distante. ¿Qué se supone que podríamos decirnos? El papel de hipócrita no me quedaba bien.
—Tía, lo siento, pero no voy a atender —respondí sin rodeos, sintiendo cómo la dureza en mi voz se desmoronaba por dentro.