Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

El susurro de Malena.

Estuve muy nerviosa durante toda la noche. No podía conciliar el sueño. Aquella tarde, en el invernadero, había abierto una caja de secretos: la puerta a un lugar donde surgía otra existencia, revelándome una faceta desconocida y perturbadora de mi vida. Ya no se trataba de simples sueños o alucinaciones. De eso no me quedaba la menor duda.

Dormí hasta tarde y, aun así, me sentía aturdida. El llamado de mi tío tras la puerta me sacudió, devolviéndome al presente. Traté de levantarme, pero mis piernas pesaban como plomo, al igual que mis párpados. El segundo llamado no tardó en llegar, así que reuní fuerzas y fui a atenderlo.

—Buenos días, Vicky —pude notar en sus ojos un dejo de inquietud, como si intentara leer mi alma desde la superficie de mi rostro.

—Buenos días, tío.

—Subí para ver si habías dormido bien. Ya sabes, fue tu primera noche en la casa y quería asegurarme de que todo estuviera en orden.

—Sí… dormí bien. En un momento bajo.

—Está bien. Tómate tu tiempo.

Cuando estaba por marcharse, algo lo detuvo. Lo vi girarse, y ya sospechaba el motivo. Ayer había logrado esquivar una lluvia de preguntas, pero él no parecía del todo convencido.

—Victoria, ¿qué te pasó ayer en el invernadero?

Un nudo me apretó la garganta. Mis dedos jugaron nerviosos con la tela de mi camisón y sentí mis labios resecos. Tragué saliva antes de responder:

—Me quedé dormida.

—¿No me estás mintiendo?

—No, tío, es la verdad —murmuré, bajando la vista—. Estaba cansada… y créeme, no es la primera vez que me pasa.

—Voy a confiar en ti… pero, si estuviera pasándote algo malo, me lo dirías, ¿verdad?

—Sí, tío… claro que sí.

—Bien. Perfecto. Entonces alístate para bajar a almorzar. Ya la hora del desayuno pasó —dijo finalmente, dedicándome una sonrisa antes de bajar las escaleras.

Entré de nuevo al cuarto y miré la hora. Tenía razón: era casi la una de la tarde. Fui rápidamente al baño, me vestí y bajé. La mesa ya estaba puesta. Mi tía colocaba los platos con esmero, mientras mi tío ya se había acomodado. Andrea, al verme, me recibió con una sonrisa amplia.

—Buenos días, dormilona. ¿Se te pegaron las sábanas? —dijo divertida.

—Algo así —respondí, intentando armonizar con su buen humor.

—Siéntate, ya estoy por servir.

Obedecí y me senté. Mientras esperaba, mis ojos se posaron en un jarrón de cerámica con delicados detalles de rosas pintadas a mano. La imagen activó un recuerdo inmediato: la voz del joven del invernadero resonó en mi mente como un susurro fantasmal… «A dondequiera que vayas, siempre estaré contigo.»

Un suspiro escapó de mis labios, leve pero audible. Andrea y mi tío me miraron sorprendidos. Ella rompió el silencio con una carcajada maliciosa.

—¡Vaya! Como que alguien se nos enamoró…

Me sonrojé de inmediato. La vergüenza me abrazó con fuerza.

«¡Solo a ti te pasan estas cosas! ¡Suspirar por alguien que solo existe en tu cabeza!», me reproché en silencio, bajando la mirada.

—Cuidado, Vicky —intervino Andrea, con un dejo de ironía en su voz—. No querrás acabar persiguiendo fantasmas demasiado pronto.

Mi tío, compasivo, me dio una palmada en la mano. Traté de sonreír, pero en ese instante, un escalofrío recorrió mi nuca. Creí escuchar, otra vez, ese mismo susurro:

«Siempre estaré contigo.»

Y el jarrón, inmóvil en la mesa, parecía observarme.

El día transcurrió con aparente normalidad. El tío Gustavo había propuesto salir a recorrer la ciudad, pero decliné con una sonrisa apagada. No me apetecía ver gente ni distraerme con el bullicio de la calle. Después de ayudar a fregar los platos, subí a mi habitación con la excusa de avanzar algunos trabajos pendientes.

Encendí la computadora y, casi sin pensarlo, le escribí un correo a mi prima Alexandra. Después intenté concentrarme en la asignación de ciencias naturales; debíamos redactar un ensayo sobre la teoría de la evolución. Fue inútil: mi mente vagaba entre recuerdos y visiones que no sabía si eran reales o sueños.

Una vez más, regresó a mí aquella escena inquietante: la noche en casa de mi padre, cuando soñé con la figura oscura que me observaba desde la penumbra. Permanecía inmóvil, pero su mirada me pesaba como una condena. Podía sentirla todavía, como si su presencia jamás se hubiera marchado.

¿Y si el hombre que vi en el invernadero tenía relación con esa aparición recurrente? Lo más perturbador era que jamás lograba verle el rostro. Siempre envuelto en un velo de sombras. Esta vez, sin embargo, había un nuevo elemento: su olor.

Una fragancia penetrante, densa, casi animal… como almizcle mezclado con algo más antiguo, más salvaje. Me turbaba, me desarmaba. Era como abrir una puerta prohibida dentro de mí.

—¿Quién eres? —susurré en voz baja, temiendo que alguna respuesta emergiera de los rincones oscuros.

Tras horas de cavilaciones, una certeza me atravesó: era el mismo ser. La misma presencia. El mismo espectro. En cuanto lo comprendí, un escalofrío me recorrió la espalda y el miedo me traspasó el alma como una lanza afilada.

Dios mío… ¿A qué me estoy enfrentando?
Pensé en llamar a Rebeca, pero en lugar de eso me levanté para tomar aire. La cabeza me palpitaba con violencia. ¿Y si estaba perdiendo la razón?

—¡No! —me negué rotundamente—. No estoy loca.

Lo que sí debía aceptar era que aquello se me escapaba de las manos. Había algo acechando desde las sombras, algo que me envolvía y me superaba.

¿Quién era yo realmente? ¿Qué lazo invisible me unía a ese ser tenebroso?

Entonces otro nombre brotó en mi mente como una chispa: Adrián.
Él nunca había aparecido en mis sueños, y, sin embargo, al verlo por primera vez, lo sentí indispensable, como si ya lo hubiera estado esperando. ¿Qué papel jugaba en todo esto? ¿Cómo supe su nombre sin que me lo dijera? ¿Por qué no podía recordar su rostro, salvo sus ojos?

Ah, sus ojos…
Adrián tenía una mirada que combinaba la pureza de un ángel con el abismo de un secreto eterno. Una mezcla peligrosa, capaz de incendiar la sangre y derretir el alma más fría. Y, sin embargo, había algo que me aterraba: la certeza de que, si me entregaba a esa mirada, quizá ya no podría regresar.




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