Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Susurros del pasado.

El eco de aquel susurro seguía resonando en mi mente, y algo dentro de mí sabía que debía seguirlo, aunque temiera lo que encontraría al otro lado.

Un mareo intenso me asaltó. Todo comenzó a girar a mi alrededor. Me tapé los oídos; los ruidos ondulantes me enloquecían. Un sudor frío recorrió mi espalda, y mis piernas temblaron como si quisieran ceder bajo mi peso.

Grité.

Y la desagradable sensación cesó, pero no del todo. Me reincorporé como pude. Ya no estaba al pie de la escalera, sino justo en el tramo donde la había visto a ella. A mi alrededor, la fiesta continuaba como si nada hubiese ocurrido. Seguí bajando, y a mi derecha vi un espejo. Me detuve. Al contemplarme, descubrí que mi reflejo era el suyo. Nos habíamos fusionado… otra vez.

—¡Esto debe tratarse de una broma!

Aturdida, respiré hondo y alcé el rostro. Varias miradas se posaban sobre mí. Intenté calmar los nervios, pero entonces mis ojos descendieron hasta el último peldaño. Allí, inmóvil, me aguardaba un caballero vestido de negro. Algo en mi interior me decía que era él. Me esforcé por ver mejor su rostro, pero seguía siendo un borrón difuso. Sin embargo, un leve aroma amaderado, mezclado con un toque de frío húmedo, me envolvió, y un estremecimiento recorrió mi columna.

Comencé a bajar con rapidez, el corazón desbocado… pero la alegría se esfumó en el mismo instante en que comprendí que, por más que caminara, no avanzaba. La figura de Adrián comenzaba a desvanecerse. Luché, desesperada, por alcanzarlo, sin embargo era inútil. Estaba atrapada, estancada en ese mismo punto.

—¡No te vayas! —le rogué, mientras su silueta se alejaba, diluyéndose, borrándose junto con todo a mi alrededor.

Un frío extraño me recorrió los brazos y mi visión comenzó a volverse borrosa. La música, los rostros, todo se desvanecía en ráfagas de luz como luciérnagas que se apagaban de una en una. Entre las luces, pude distinguir un último gesto: Adrián levantando una mano hacia mí, y su susurro, apenas audible, rozando mi oído: “Adondequiera que vayas, siempre estaré contigo”.

Luego, otras voces irrumpieron, estridentes y ajenas:

—¡Es mejor llamar a una ambulancia! ¡Está sangrando por la nariz!

—Toma, póngale este frasco con alcohol para que huela.

—¡Victoria, reacciona! ¿Me oyes? ¿¡Cómo pudo pasar esto!?

No entendía nada. Seguía sumergida en las profundidades de mi mente, entre luces y sombras. Estremecimientos recorrieron mis piernas, y un mareo me hizo caer de rodillas. Ráfagas de claridad comenzaron a abrirse paso, y entre ellas reconocí finalmente un rostro: Andrea. Tenía los ojos rojos. Había llorado.

—¡Gracias a Dios! —susurró aliviada, llevándose la mano al pecho al notar que volvía en mí.

—¿Qué me pasó?

—¡No te muevas! Gustavo, ¡ven!

Mi tío entró de inmediato con el teléfono en la mano. Lo dejó sobre la mesa y se apresuró a ayudar a Andrea a colocarme nuevamente en el sillón.

—¿Llamaste a la ambulancia?

—Iba a hacerlo cuando me llamaste, pero pensé que sería mejor sacar el coche y llevarla nosotros mismos al hospital.

—¡No! —gemí—. ¡No quiero ir a ningún hospital!

Mientras intentaba incorporarme, un escalofrío recorrió mi nuca y un instante de vértigo me hizo dudar: ¿era real todo lo que había visto? —¡Victoria! —intervino Andrea—. Te desmayaste y sigues sangrando por la nariz.

—No es nada… Estoy bien.

—¡Jovencita, así sea a rastras te llevo para que te revisen! —advirtió mi tío, y giró hacia Andrea—. Póngale una chaqueta. Nos vamos ya.

Mientras me obligaban a levantarme, una última visión fugaz cruzó mi mente: la figura de Adrián, difusa, observándome desde la penumbra de algún lugar que no alcanzaba a comprender. Un estremecimiento recorrió mi espalda. Sabía que esto no había terminado.

Ya había salido de la habitación, ignorando mis ruegos. Resignada, me monté en el coche. Andrea me abrazaba, y yo intentaba disimular mi molestia, aunque el nudo en el estómago me traicionaba. Me negaba a aceptar los hechos. ¿Por qué no podía ser como las demás chicas de mi edad? ¿Era mucho pedir? Preocuparse solo por el acné, la moda, o soñar con príncipes encantados que cabalgaban sobre corceles blancos…

Pero no. Ese no era mi caso.

Debía aceptar que el príncipe de mis sueños no tenía rostro. Que la sensación de alegría siempre terminaba eclipsándose, arrastrándome del paraíso al infierno.

Volteé hacia la ventana. Observé cómo la noche teñía de negro el paisaje. Así era mi vida. La oscuridad se había adueñado de mí desde hacía ya demasiado tiempo.

—Llegamos —anunció mi tío.

—Abrígate bien —me aconsejó Andrea—. Hace frío.

La noche era helada y solitaria. Aceleramos el paso y entramos al centro de salud. Ya dentro, mi tío explicó a la enfermera de turno lo sucedido y firmó algunos papeles.

—Pasen —nos indicó ella tras unos minutos.

Entramos al consultorio. El olor a los medicamentos me alteró. Me puse tensa, con las palmas sudorosas y la respiración agitada.

—A ver, ¿qué le pasa a la joven?

Alcé la vista. Se trataba de un hombre mayor, de mejillas sonrosadas y mirada amable. Pero, por más que intentara tranquilizarme, no lograba calmar mi corazón acelerado ni el temblor en mis piernas.

—Las espero afuera —dijo mi tío, aliviando un poco mi nerviosismo.

Andrea comenzó a contar todo desde el principio. El doctor escuchaba con atención y, finalmente, se dirigió a mí:

—Dime, jovencita… ¿Es la primera vez que te pasa?

—Sí —musité, con las manos entrelazadas sobre mis piernas inquietas.

—Bien. Déjame revisarte.

Me tomó el pulso, auscultó mi corazón, revisó mi garganta y muchas cosas más. Cada movimiento suyo me hacía estremecerme, y mi respiración se aceleraba. Solo deseaba que todo terminara. ¡Quería irme!

Hasta que, al fin, habló:

—Todo está bien. Su pulso y presión están normales.

—¿Pero y el desmayo? ¿La sangre que brotó por la nariz? —preguntó Andrea, su voz cargada de preocupación.




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