—¡Victoria, qué obsesión la tuya con mirarte tanto en el espejo! —protestó Emily desde el otro lado de la habitación—. Apúrate, o llegaremos tarde.
Tenía razón, pero no podía evitarlo. Cada vez que me enfrentaba a mi reflejo, algo dentro de mí se estremecía. Cuatro años después, aún encontraba en mis facciones un eco perturbador de aquella joven del invernadero. No éramos idénticas: sus ojos eran oscuros, los míos azules; y, sin embargo, una similitud invisible nos unía, como si compartiéramos la misma sangre o el mismo destino.
Su nombre seguía resonando en mí con la dulzura amarga de una melodía lejana. Por más que intentaba olvidarlo, regresaba en las noches, acompañado de su voz susurrante: No estás sola. Y aunque ese eco me estremecía, también me daba paz.
Busqué explicaciones en libros esotéricos: ¿un sexto sentido?, ¿un desdoblamiento astral? Ninguna teoría me convenció, pero era más soportable pensar eso que aceptar que yo era… distinta.
Nos apresuramos para no llegar tarde. El aire frío nos golpeó en el camino hacia el instituto. Llegamos justo a tiempo, jadeantes. El profesor nos lanzó una mirada severa, pero no dijo nada. Emily y yo tomamos asiento junto a la ventana. Biología me resultaba insoportable, así que dejé que mi mente se evadiera.
En estos años había aprendido a dominar mis pensamientos. Las pesadillas habían cesado, los recuerdos extraños se diluían, y mi vida parecía, al fin, “normal”. Estaba en el último año de secundaria y, por primera vez, todo fluía sin tormentas.
Margot, ya no me molestaba. Ahora llevaba el cabello en capas con reflejos brillantes, y sus amigas la imitaban en todo. Emily, en cambio, tenía una belleza salvaje: alta, de cabello miel y movimientos hipnóticos. Los chicos la adoraban, y ella lo sabía. Yo prefería mantenerme invisible; recogía mi cabello para sentirme protegida, aunque Emily siempre insistía en soltarlo.
—¡Al fin salimos de esta clase! —dijo Emily al sonar la campana—. Vamos a dar una vuelta.
En el banco del colegio sacó un espejo para retocarse. Mi mente se fue a mi padre, que llevaba dos años sin visitarme. Aun así, no podía reprocharle del todo: yo misma había puesto distancia. Me aferraba más a mi prima Alexandra y a los ahorros que guardaba en silencio. Andrea solía reprocharme que no gastara como las demás, sin imaginar que yo soñaba con marcharme después de graduarme.
Emily interrumpió mis pensamientos.
—¿No has pensado en un corte de cabello? Un cambio de estilo.
—Emily, no empieces. Me gusta así.
—Una semana, Vicky. En una semana te convenzo.
—¡Eres una demente!
Ella sonrió triunfante y guardó el espejo.
El viernes llegó con un aire helado. Las chicas contaban los minutos para la misa, no por devoción, sino porque podían ver a los estudiantes del otro colegio.
—¿Viste a Margot? —me susurró Emily—. Algo trama.
La seguimos con la mirada. Sus ojos brillaban más de lo usual. Cuando la campana sonó, corrimos al baño y la escuchamos hablar con sus amigas.
—¡Por fin lo voy a volver a ver! —decía emocionada—. Se llama Ethan.
Emily me jaló del brazo para disimular cuando ellas salieron. Margot nos miró con desdén y siguió su camino.
—¿Quién será ese tal Ethan? —preguntó Emily.
—No sé. Pero a Margot se le nota demasiado.
—Ahora sí, tengo ganas de ir a misa —rió.
El templo estaba adornado con vitrales y frescos bíblicos. Margot no dejaba de mirar hacia la entrada, ansiosa. Entonces la puerta se abrió con risas y pasos tardíos.
—Caballeros, hagan silencio —tronó la madre superiora—. ¿Recuerda lo que hablamos, Ethan Hudson?
—No lo olvido, señora —respondió él con una sonrisa insolente.
La tensión estalló cuando ella le ordenó cortarse el cabello.
—¿Y Jesucristo acaso no lo llevaba largo? —replicó.
Un murmullo recorrió la capilla. La madre superiora se tornó carmín.
—Eres un blasfemo. Un diablo. Aquí aprenderás la obediencia.
Ethan reprimió una risa y se sentó. Margot brillaba de emoción, pero él pasó junto a ella sin mirarla. Su sonrisa se desplomó. Y en su rostro vi reflejado mi propio dolor de hija ignorada.
—Ese Ethan ni la miró —susurró Emily.
—Quizá no la vio. O es un idiota —dije sin pensarlo.
Emily me fulminó.
—¡Victoria, si casi se le lanza encima!
Intenté callarla, pero durante la misa no dejó de cuchichear. Al salir, vimos cómo Ethan al fin se acercaba a Margot. Ella parecía flotar; él era real y estaba frente a ella. Yo recordé a Adrián, el hombre que solo existía en mis sueños . Aquella tarde, en el invernadero, su mirada me atravesó con una intensidad que había borrado mis penas. Lo suyo, lo mío… eran dos mundos opuestos: ella tenía un amor palpable; yo, apenas un fantasma.
Me aparté para huir de los comentarios de Emily, pero me detuvo.
—Vicky, Ethan no deja de mirar hacia acá. Y Margot ya lo notó.
—Déjate de tonterías.
—Si no me crees, míralo.
Me negué, pero con el rabillo del ojo confirmé su verdad: los ojos de Ethan estaban fijos en nuestro rincón, y Margot hervía de celos.
Andrea apareció en ese momento.
—Victoria, ¿lista?
No lo dudé; tomé mis cosas y me fui con ella, ignorando los llamados de Emily. En el coche, Andrea me preguntó:
—¿Está todo bien?
—Sí… ¿Puedo encender la radio?
La música me serenó. Preferí pensar en Rebeca, ausente por la enfermedad de su hermana. Ella había sido mi ancla estos años. Con ella aprendí a abrirme, a dejar caer la máscara de orgullo. Y en ese instante comprendí cuánto necesitaba ese refugio.