Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Una vez más los sucesos extraños.

Un hedor nauseabundo había penetrado en mi dormitorio; era como si debajo de mi cama se escondiera un cadáver en proceso de descomposición. Me incorporé para indagar de dónde procedía esa pestilencia. Revise atentamente y no encontré nada. Entré al baño para verificar si venía de ahí, pero todo estaba en perfecto estado.

El llamado de mi tía tocando la puerta me obligó a abandonar la búsqueda.

—¿Victoria, ya estás despierta? —me preguntó.

Abrí y, al hacerlo, percibí cómo el hedor se intensificaba aún más.

—Buenos días, tía —dije, tapándome la boca y la nariz—.

Andrea me miró con extrañeza.

—¿Pasa algo? ¿No te sientes bien?

—¿Tía, cómo haces?

—¿Cómo hago para qué?

—¡Para tolerar esa peste!

—¿Qué peste, Victoria?

—¡Acaso no la hueles!

En ese momento, el tío Gustavo subía por las escaleras con el periódico en mano.

—Buenos días, Vicky —dijo—, apenas me vio.

—Hola, tío. ¿Cómo les fue a ti y al señor Javier en su caminata mañanera? —le pregunté, aun sintiendo la desagradable pestilencia.

—Bueno, nos encontramos con un perro muerto, bastante descompuesto —mi tía me miró sorprendida y luego al tío Gustavo.

—¿Y ese perro está cerca de la casa? —pregunté.

—No, cariño, está como a cinco cuadras más o menos. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que Victoria asegura que siente un olor desagradable aquí adentro, pero yo no huelo nada —aclaró mi tía.

—¿En serio sientes el olor, Victoria? —preguntó también confuso mi tío Gustavo—. Ese perro está bastante lejos de aquí como para que llegue el olor, incluso creo que ya lo iban a recoger.

—¿De quién sería ese perro? —insistió mi tía.

Me sorprendía que solo yo percibiera aquel hedor, y más extraño aún, que pareciera venir de un canino muerto a varias cuadras.

—No se sabe; sin embargo, la protección de animales ya estaba en el lugar averiguando —explicó mi tío, luego se dirigió a mí—. Cámbiate para bajar a desayunar.

—En un momento —respondí.

Entré a la habitación. Tenía el estómago revuelto y no podía probar bocado. En los últimos días, mis gustos culinarios habían cambiado drásticamente. Antes adoraba los guisos, la comida japonesa y vegetariana; ahora no los toleraba, al igual que el pollo. Cada bocado me provocaba dolor de estómago o ganas de vomitar.

Sin embargo, la carne roja, casi cruda, me fascinaba, un contraste con mi pasado. Si alguien lo supiera, pensarían que estaba embarazada.

Bajé, apenas me cambié de ropa. Mi tía había preparado huevos revueltos con tocino, pan tostado, frutas picadas y café.

—Lo siento, tía, no tengo apetito —dije.

—¡Victoria! Me estás preocupando. Llevas días comiendo como pajarito. ¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí, solo que hoy amanecí con el estómago revuelto.

—Al menos toma el jugo —insistió mi tía.

Lo hice mientras mi tío me observaba con mirada de águila.

—Vicky… ¿No estarás padeciendo esas enfermedades extrañas de las adolescentes?

—¿Cuál enfermedad, tío?

—Esa en la que las chicas no comen nada para mantenerse delgadas, y si lo hacen, terminan vomitando —dijo, arqueando una ceja.

—¿Anorexia? ¿Bulimia?

—Sí, esa misma.

—¡Claro que no, tío! —exclamé, sorprendida por la sospecha.

—Bueno, espero que no estés mintiendo —dijo con un gesto serio—. Sería decepcionante que te dejaras llevar por esas modas absurdas. A ningún hombre le gusta un saco de huesos.

Después del bombardeo de preguntas, el hedor desapareció. Pero apareció una fuerte jaqueca. Subí a recostarme sin cerrar los ojos. La nostalgia hizo acto de presencia: extrañaba a mi padre.

Me levanté y fui directo a la gaveta de mi mesa de noche. La abrí y busqué el álbum de fotos. Lo tomé y regresé a la cama.

Al abrirlo, encontré la primera fotografía que siempre me producía la misma sensación intensa: mis padres abrazados, sonriendo ampliamente. Una sonrisa que nunca vi en mi padre mientras estuvimos juntos.
El invierno penetró en mi alma. Estuve tentada de llamarlo, pero mi orgullo me detuvo. Lancé el álbum bajo la cama, y coloqué la almohada sobre mi cabeza, deseando amnesia. Pero no ocurrió. Toda la tarde y noche pensé en él, en el hombre frío y distante que desde niña intenté conquistar sin lograrlo.

—¿Por qué todo no puede ser diferente? —susurré.

Aun jurándome que la situación no me afectaría, el dolor persistía, cerrándose y abriéndose cada vez que lo tocaban los recuerdos. Poco a poco, logré dormirme.

El lunes llegó. Pude sentir el canto de los pájaros como si estuvieran pegados a mis oídos. Un día nuevo, pero otra semana muerta.

Intenté enfocarme en otras cosas, en mi fragilidad mental, aunque no encontraba por dónde empezar. Quizás si se lo contara a Emily, ella me ayudaría o idearía un plan. Sin embargo… ¿Para qué buscar lo que aún no se me ha perdido?

Entré al baño a ducharme. Mi rutina había vuelto a comenzar. Frente al internado, me despedí como de costumbre, y mi tía elogió mi nuevo corte. Sonreí con gratitud, aunque lo había hecho para diferenciarme de aquella mujer del invernadero. El corte era distinto, pero nuestros rostros seguían mostrando similitudes.

Ya dentro del internado, giré buscando a Emily entre los estudiantes. Extrañamente, ella no había llegado.

—Quizás se quedó dormida —pensé.

Mientras caminaba, sentí que alguien me miraba fijamente. No quería girarme, pero al final lo hice: era Ethan. A pocos centímetros de mí, parecía irritado, con manos en los bolsillos de su chaqueta. Para no prolongar el momento, miré hacia otro lado.

Sacó un cigarro y lo encendió delante de todos los alumnos en el patio, atrayendo miradas.

—¡Qué insensato! —pensé.

Interpretó mi advertencia con la mirada, relajó su postura y se acercó.

—No te preocupes, nadie puede atarme —dijo—. Solo será un año en este sitio maldito; luego podré irme.

Sus palabras me dejaron perpleja. Sus ojos claros contaban otra historia: un corazón lleno de resentimiento, al igual que el mío. Nunca imaginé que Ethan, el amor de Margot, fuera tan solitario y perturbado.




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