Una vez más no quería ir, pero al ver a mis amigas tan mortificadas no me quedó de otra que complacerlas. Al entrar a la enfermería, la enfermera me miró con gesto preocupado. La cantidad de sangre era alarmante; mi camisa blanca ahora estaba teñida por una gran mancha carmesí.
—¿Qué le pasó a esta joven?
—Estaba conmigo en la oficina —explicó Rebeca—. Primero le dolía la cabeza y luego comenzó a sangrar por la nariz.
—¿Todavía te duele?
—No, ya pasó.
—Recuéstate en la camilla. La doctora viene en unos minutos, bajó al cafetín. Mientras tanto te tomaré la presión.
—Emily, ¿qué clase tenían ahora?
—Idiomas.
—Quédate con Victoria. Yo avisaré al profesor.
Rebeca salió apresurada. Emily, en cambio, parecía más nerviosa que yo. Sus ojos se movían inquietos, como si esperara que algo peor ocurriera.
—Parece que fueses tú la que está sangrando —le dije, intentando romper la tensión.
Emily me lanzó una mirada severa.
—Victoria, no me digas que estas cosas sacan tu sentido del humor.
—No es eso… —sonreí débilmente—. Solo que no me gusta verte tan asustada.
—A mí tampoco.
—Si te tranquiliza, no es la primera vez que me pasa.
La conversación se interrumpió cuando la doctora entró en la sala.
—A ver, ¿qué tenemos por aquí?
La enfermera se acercó y resumió la situación.
—Sangrado de las fosas nasales. La presión está estable.
—Muy bien.
La doctora revisó mi nariz con rapidez.
—No hay heridas. Dime, ¿te golpeaste? ¿Sufres alergias?
—No, doctora.
—¿Es la primera vez que te ocurre?
—No exactamente.
—¿Entonces?
—La primera vez fue a los trece años. Nunca volvió a repetirse… hasta hoy.
La doctora asintió y siguió con sus preguntas. La siguiente me cayó como un golpe.
—¿Has experimentado con drogas?
—¡Claro que no! —mi voz sonó más alterada de lo que hubiera querido.
Ella me miró con calma.
—No te sobresaltes. Es una pregunta de rutina. Verás, un sangrado aislado no suele ser alarmante, pero si se repite, puede indicar algo más serio.
Tragué saliva. Intenté sonar segura, aunque por dentro se me aceleraba el corazón.
—Ya dije que es la segunda vez. Es algo aislado, nada grave.
La doctora frunció el ceño.
—¿Recuerdas si en la primera ocasión te hicieron estudios? ¿Has tenido mareos últimamente, además del dolor de cabeza?
El recuerdo de las agujas me atravesó como un relámpago. Sentí cómo la piel se me erizaba y mis manos temblaban apenas.
—Sí, me hicieron exámenes. Y no, no he tenido mareos.
—¿Cuál fue el diagnóstico?
—Todo estaba bien —mentí, intentando sonar convincente.
Ella me sostuvo la mirada.
—Jovencita, ¿de verdad crees que puedes engañarme?
Desvié la vista, inquieta.
—¿Por qué dice eso?
—Porque soy médico. Los sangrados en la niñez rara vez preocupan, pero en la adolescencia no pueden ignorarse. Y menos cuando vienen con dolor de cabeza.
—Pero ya se me pasó —contesté, con un hilo de voz.
—De todas formas, voy a mandarte a hacer estudios. Para asegurarme de que los cumplas, pediré que contacten a tu representante cuanto antes.
La sangre se me heló. Odiaba la idea de los análisis. No por el resultado, sino por las agujas. El simple recuerdo me hacía querer salir corriendo.
—¿Me puedo ir?
—Sí, pero antes toma esta pastilla para el dolor. Hoy tendrás permiso para descansar en tu dormitorio.
Me levanté, alisté la camisa intentando ocultar la mancha. Emily se inclinó hacia mí.
—Qué pésima actriz eres —susurró. Fingí no escucharla.
La puerta se abrió. Era Rebeca.
—Emily, puedes reincorporarte a la clase. Yo acompañaré a Victoria.
—Rebeca, yo también puedo cambiarme la camisa y volver. No me siento mal.
—Lo siento, Victoria. Con la salud no se juega. Mejor descansa.
No pude convencerla. Nos dirigimos al dormitorio. Al entrar, suspiré con fastidio.
—¿En serio no puedo ir a clases? Te juro que me siento bien.
—No seas terca. Lo mejor es que reposes. ¿Quieres que te traiga algo de comer?
—No tengo hambre.
—Victoria, estás pálida. Debes tener la hemoglobina baja. Aunque no quieras, voy a traerte algo.
Rebeca salió sin esperar respuesta. Frente al espejo, la luz fría confirmó lo que ella decía: me veía pálida y con ojeras. Toqué mi nariz con la punta de los dedos.
—¿Tendré alguna enfermedad mortal? —musité.
La inquietud fue creciendo. En las últimas semanas, mi apetito había cambiado; casi no me apetecía comer. Lo único que seguía atrayéndome era el chocolate. Miré la camisa: el carmesí resaltaba sobre el blanco como una marca viva. Me quedé observando el color unos segundos; una sensación nueva brotó en mi pecho. Algo en mí se tensó y, al mismo tiempo, se dejó atraer: la sangre era extrañamente cautivadora, su olor me rozó la memoria. Un impulso torpe me llevó a levantar la tela con la mano, como si quisiera acercarla a mi cara. Me detuve al ver mi reflejo.
—¡¿Qué es esto?! —exclamé, tocándome el rostro—. Mis ojos… tienen un brillo raro, como felinos.
Sin pensarlo, tiré la blusa a la canasta de ropa sucia y corrí al baño. Me lavé la cara varias veces y respiré hondo hasta que la imagen en el espejo volvió a parecerme familiar. Un alivio efímero me permitió sentarme; tomé el libro que había comprado, decidido a aprovechar la tarde y no darle vueltas a la situación. Si me entretenía con la lectura, no terminaría por convertirme en un manojo de paranoias.
Al poco tiempo la puerta se abrió: Rebeca apareció con un vaso de jugo y un sándwich de queso, que dejó sobre la mesita.
—No me voy a ir hasta que te lo comas —dijo.
No opuse a la resistencia. Tomé el sándwich y mordí. Al tragar, una punzada en la garganta me hizo beber un sorbo del jugo. Rebeca me miró mientras comía; sus ojos se detuvieron en el libro. Lo tomó en sus manos.
—¿Te gustan los celtas? —preguntó con curiosidad.
—Lo compré por la portada —respondí—. El diseño me llamó la atención. ¿Sabes algo del tema?
—No mucho —contestó—, pero parece interesante.