La doctora me revisó con gesto severo.
—Tienes treinta y nueve de fiebre. Te guste o no, tendrás que hacerte los análisis.
No respondí. Solo podía pensar en el hombre del espejo. ¿Era real? ¿O un delirio provocado por la fiebre? La razón me decía lo segundo, aunque mi corazón insistía en lo contrario.
—Te dejaré en observación hasta que baje la temperatura.
Me mordí los labios para no llorar. No quería derrumbarme frente a Emily. Volteé hacia la ventana: el cielo aún era azul.
—Me quedaré aquí hasta que mejores, no te dejaré sola —dijo ella, tomándome la mano.
Las lágrimas escaparon pese a mi resistencia.
—Tengo que contarte algo que nunca te he dicho.
Emily me miró preocupada.
—Sea lo que sea, puedes confiar en mí.
—Prométeme que no te asustarás ni creerás que estoy loca.
—Te lo prometo.
—Hace unos momentos, en la recámara, yo vi…
—Disculpen la interrupción —la enfermera se acercó—. Debo revisar de nuevo a la paciente.
—¿No me puedo quedar?
—Lo siento, no es posible. Es mejor que vuelvas a tu habitación. Si tu amiga mejora, podrá irse también.
Emily dudó, intrigada, pero yo le hice un gesto para que no insistiera.
—Está bien… —Apretó mi mano antes de marcharse.
Me quedé dormida poco después. Un aroma familiar me arrancó del sopor: flores y chocolate. Abrí los ojos y allí estaba ella, mi abuela, sentada junto a la cama.
—¿Abuela… realmente eres tú?
No respondió. Solo acarició mi rostro y me abrazó. Miré hacia la ventana: afuera ya era de noche.
—¿Quién te trajo?
—Victoria, los aviones y barcos no son los únicos medios de transporte. Existen otras formas de acortar distancias.
Las lágrimas me brotaron al instante.
—Te he extrañado tanto.
—Te dije que debías ser fuerte.
—Lo intento… pero no puedo. Me pasan cosas que no entiendo. Creo que me estoy volviendo loca.
Ella guardó silencio un momento. Al abrir los ojos, noté en su mirada una angustia profunda.
—No estás loca. Puedes estar segura. Pero estoy preocupada por ti. Vine a advertirte: no dejes que la rabia y el odio echen raíces en tu alma.
—No entiendo. ¿Por qué me dices eso?
—Porque ser débil ante esos sentimientos te destruiría. Yo tampoco tolero a tu padre, pero jamás lo odiaré. Fue el esposo de mi hija, y ella lo amó. Si Ángela se enamoró de él, es porque su corazón tenía algo especial. No permitas que sus errores llenen el tuyo de dolor. Prométeme que lo intentarás.
—Lo prometo… pero necesito saber qué me pasa.
—Eso tendrás que descubrirlo por ti misma —su voz se quebró—. Me duele no poder evitarte este destino.
El miedo me heló la sangre.
—¿Acaso me estoy muriendo?
Ella negó y se levantó con premura.
—Debo marcharme.
—¡No! Quédate, por favor.
La luz de la ventana iluminó sus ojos húmedos.
—El fin de semana recibirás un paquete. No permitas que nadie vea su contenido. Pronto nos volveremos a ver.
Se alejó mientras yo, desesperada, me lancé de la cama. Mis piernas pesaban como plomo y caí al suelo, arrastrándome tras ella.
—¡No te vayas, llévame contigo!
—¡Victoria, despierta! —abrí los ojos exaltados. Rebeca estaba a mi lado.
—¿Dónde está mi abuela? —miré a mi alrededor, desorientada.
—Cálmate, estabas soñando.
—¡No pudo ser un sueño, fue real!
—A veces los sueños parecen reales.
No la escuchaba. Un hormigueo recorrió mi cuerpo, mis músculos se tensaron. Miles de susurros irrumpieron en mi cabeza. Él había regresado.
Rebeca movía los labios, pero sus palabras eran mudas para mí. La única voz que escuchaba era la suya, profunda y oscura, atravesándome como cuchillas.
—Despiértame… es la hora. No me temas, he venido por ti.
El terror en los ojos de Rebeca contrastaba con mi inmovilidad. Sentía mi cuerpo vacío, sometido a otra voluntad. Entonces mis labios se abrieron, obedeciendo a esa voz.
—Sangre por ti, mi alma es tuya. ¡Tómame!
Lo veía todo desde dentro, como si alguien más guiara mis manos y robara mi voz. Rebeca retrocedió, horrorizada. Yo ardía con un fuego extraño, una pasión que no me pertenecía. Corría por mis venas algo ajeno, encadenándome.
El dolor se mezclaba con una energía que me consumía. Ante los ojos de Rebeca, mi secreto se revelaba al fin: la puerta ya estaba abierta.
—Ahora nada ni nadie me podrá detener… —susurró mi visitante a través de mí, justo antes de que perdiera la noción del tiempo.