Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Lo que no puedo nombrar. 

“A veces el peligro más grande no está afuera, sino en aquello que despierta cuando cierro los ojos.”

†††

Mi mente oscilaba entre el sueño y el despertar. El cuerpo me pesaba como si estuviera atada a la camilla, pero, aun así, los susurros de dos voces atravesaban la penumbra. Abrí los ojos. La mirada, borrosa, apenas me dejaba distinguir las siluetas a lo lejos. El aire de la enfermería olía a desinfectante mezclado con algo metálico, quizá sangre seca.

Reconocí una de aquellas voces: Rebeca. Lo extraño era que, aunque ellas conversaban a distancia, yo las escuchaba como si estuvieran a mi lado.

—¿Estaré aún dormida? —me pregunté, incapaz de moverme.

El intento por alzar un brazo fue inútil; la debilidad me dejó clavada en el colchón. Opté por rendirme a la quietud y afinar el oído.

—¿Qué opina, doctora, sobre lo que pasó? —La voz de Rebeca temblaba.
—Parece haber sido una convulsión… la fiebre alta pudo provocarla.

El tono de la doctora era sereno, casi mecánico. Rebeca, en cambio, no sonaba convencida.

—¿Solo por eso?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué es lo que temes?
—No sé… es más un presentimiento que otra cosa.

La conversación empezó a inquietarme. ¿Qué había sucedido que yo no lograba recordar?

—Los ojos de Victoria —susurró Rebeca.

Un escalofrío me recorrió la piel húmeda de sudor.

—¿Qué pasa con sus ojos? —preguntó la doctora, con un deje de incredulidad.
—Alice, he visto a personas convulsionar antes. Esto fue distinto. Antes de los espasmos, ella quedó en un estado… vacío, catatónico. Y luego… sus ojos. Los vi tornarse completamente negros, como si otra identidad hubiese tomado el control.

—¡Calla! —grité en mi mente, desesperada—. No lo digas, no cuentes más…

El silencio cayó de pronto. Rebeca pareció contenerse, como si hubiera escuchado mis ruegos.

—Olvídalo, Alice. Seguro estoy exagerando. Le tengo demasiado aprecio a Victoria y verla así me alteró.
—Lo entiendo. De todos modos, he mandado a hacer algunos estudios. Solo entonces podremos estar seguras. Vamos, bajemos a tomar un té. Ella quedará bien cuidada.

Las voces se fueron apagando poco a poco. La pesadez volvió a arrastrarme y cerré los ojos. El sueño, húmedo y oscuro, me envolvió de nuevo.

Los cuchicheos de Andrea y Emily me arrancaron del sueño. Esta vez sí podía moverme; me sentía más ligera, casi renovada. Andrea me abrazó con tanta fuerza que por poco me parte el cuello. Su perfume, mezclado con el calor de su piel, me envolvió de manera sofocante. El olor penetrante me mareó y tuve que apartarla de golpe. Ella me miró con extrañeza.

—¿Te he herido? —preguntó, sorprendida por mi reacción.

No respondí de inmediato. El contacto había despertado algo dentro de mí, una alarma que me gritaba que me alejara.

—Perdón, tía. No me lastimaste… es tu perfume, me mareó.
—¿Huele mal?
—No, todo lo contrario.

Andrea no insistió.

—Quiero saber cómo sigues, hemos estado tan preocupados. Gustavo quiere contactar a tu padre para informarle y solicitar que venga. Rebeca cree que sería beneficioso para ti.

Respiré hondo. Tragué sus palabras en silencio, sin dar opinión.

—Por cierto, ¿dónde está mi tío?
—Con la madre superiora.

Volteé hacia Emily. Sus ojos reflejaban una tristeza que me conmovió. Le hice señas para que se acercara, quería abrazarla, pero otra vez esa voz interior me advirtió que no lo hiciera. Mi piel se tensó; cada instinto me pedía mantener la distancia.

—¿Cómo te sientes, Vicky?
—Bien. Les aseguro que no pienso morirme todavía. Me queda mucha vida por delante.

Andrea frunció el ceño.

—Victoria, hoy te vienes con nosotros. La doctora ya dio la orden para que te hagan estudios.

Mi rostro se endureció. Ella notó mi incomodidad.

—Es por tu bien.

Ya me había cambiado de ropa. Andrea y el tío Gustavo me esperaban con Rebeca en el cafetín. Emily me ayudaba con mis cosas, aunque la idea de que me marchara no le gustaba nada.

—Entonces te dieron permiso hasta la próxima semana —murmuró con voz apagada.
—Sí, ¿puedes creerlo? —Ella suspiró.
—¿Qué pasa, Emily?
—Vas a pensar que soy una idiota… pero aún no te has ido y ya te extraño.

Sonreí con ternura.

—No seas tonta. ¿O acaso es por física, porque no voy a ayudarte?
—¡Claro que no! ¿Tan difícil es pensar que te quiero?
—Perdón… claro que lo entiendo.

El silencio cayó entre nosotras hasta que Emily volvió a hablar.

—Victoria, dejamos una conversación pendiente. ¿Lo recuerdas?
—Sí… pero olvídalo. Eran tonterías.
—¡Tonterías! No puedo olvidar cómo te encontré en la habitación. Estabas espantada. Repetías una y otra vez que no estabas loca.
—Emily, tenía fiebre. Eran delirio.
—No, Vicky. Tú ocultas algo.

Me quedé inmóvil. La miré fijamente. Y entonces lo escuché: los latidos de su corazón, fuertes, nítidos, como un tambor en mi cabeza. El zumbido me atravesó los oídos. El calor me subió por las manos hasta hacerlas temblar.

—¿Me lo estoy imaginando? —me atormentaba en silencio.

—¿Qué pasa, Victoria? ¿Por qué te quedas tan quieta? —Emily me observaba inquieta.

Los latidos se aceleraron. Podía casi saborearlos en el aire. Tragué saliva; la garganta me ardía.

—Emily, hay cosas que es preferible mantener en secreto.
—No te comprendo, Vicky. Solo deja que te ayude.

Su aroma me golpeó con brutal intensidad. El olor, dulce y cálido, se volvió insoportable, como si me quemara por dentro. El temblor de mis manos empeoró.

—¿Te sientes bien? —preguntó, acercándose más.

Retrocedí, desesperada.

—¡Te suplico que no te acerques! —mi voz salió rota, casi a la defensiva.

—Victoria, ¿qué te sucede? ¡Me estás asustando!

El acelerado latir del corazón de Emily me desquiciaba. Las imágenes, los olores, los sonidos… todo se agolpó en mi mente a una velocidad insoportable. En una fracción de segundo supe que no podría contenerlo por más tiempo.




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