“Cuando la sed se vuelve insoportable, la luz también aprende a sangrar.”
Nuevamente, los sueños habían vuelto. La pesadilla se activaba como una herida abierta.
La habitación en la que me encontraba era oscura y fría. Vacía. Sin puertas ni ventanas por las que escapar.
Me cubrí el rostro con las manos, intentando convencerme de que todo era un sueño. El silencio era sepulcral… hasta que se quebró.
Un ruido extraño comenzó a emanar de las paredes, como si algo reptara dentro de ellas.
Me incorporé con torpeza. El cuerpo me temblaba. Acerqué la mano al muro, y al tocarlo descubrí que no era sólido: era líquido. Mis ojos me engañaban. Hundí los dedos en aquella superficie viscosa y húmeda. Salieron ilesos. Si quería huir, debía atravesar ese pasadizo.
Contuve la respiración, cerré los ojos y me lancé a través de la muralla que parecía de cemento.
Al abrirlos, estaba en otra sala. El aire olía a óxido y humedad. Un grito desgarrador me heló la sangre. Dos mujeres estaban a unos metros. Una yacía en el suelo; la otra, encima de ella, con la cabeza hundida en su cuello. Solo veía su espalda.
La víctima gemía con un sonido ahogado, sin fuerzas. Sus manos temblorosas arañaban el rostro de su atacante… hasta que cayeron inertes al piso.
El silencio fue peor que los gritos.
La agresora continuaba gruñendo, como un perro al acecho. Yo estaba paralizada. El corazón me golpeaba las costillas. No podía moverme.
Un calor metálico me llenaba la boca. La sangre. El suelo entero estaba cubierto de ella.
—¡Dios mío! —grité, la voz quebrada.
La criatura levantó la cabeza. La joven muerta quedó tendida en un charco oscuro. Cuando vi su rostro, sentí que mi mundo se rompía.
Era Emily.
—¡No! —Un alarido me arrancó el aire. Las piernas me fallaron. La rabia me ardía en las venas.
Recordé la advertencia de mi abuela: no te dejes dominar por el odio. Pero las palabras fueron inútiles.
—¡Maldita asesina, ven por mí!
Me levanté tambaleante. La criatura aún me daba la espalda.
Entonces lo percibí: un olor familiar, como mi propio perfume mezclado con hierro. Y un murmullo, una voz susurrada que parecía provenir de mí misma.
El frío me atravesó cuando vi su rostro. Era yo.
Yo… con manchas de sangre en el vestido blanco, los labios manchados, la lengua lamiendo los restos con una sonrisa maligna.
—No podrás negarme por siempre —dijo con voz seca, gélida.
—No… esto no es real. Solo es un sueño.
—¿Y si lo es, por qué tiemblas? Yo soy parte de ti, Victoria.
—¡Cállate! ¡No eres real!
Me lancé contra ella. La empujé, arañé, golpeé. Pero cada herida que le hacía se reflejaba en mí. Mis uñas me desgarraban. El dolor era mío. Ella solo reía, con burlas cada vez más crueles.
Caí al suelo, arrastrándome hasta Emily. El olor de la sangre me mareaba. La tomé entre mis brazos. Su cuello estaba abierto. La abracé con desesperación, cubierta del líquido espeso y caliente.
—¡Vete! —grité, ahogada en sollozos—. ¡Yo no soy un monstruo! ¡Dios mío, ayúdame!
El eco de mi voz se mezcló con la risa de mi doble. Sus colmillos brillaban como cuchillas.
En ese instante, una voz suave atravesó la pesadilla.
—Victoria, no estás sola —era la joven del invernadero.
Abrí los ojos. Desperté bañada en lágrimas. La garganta ardía como fuego. La sed era insoportable.
Corrí al baño y bebí agua sin parar. Pero no se apagaba. El líquido se volvía amargo en mi boca. Vomité. Caí de rodillas. El cuerpo me dolía como si se desgarrara por dentro.
—Me estoy muriendo… —susurré, delirando—. Emily… jamás te haría daño.
Me dejé caer bocarriba. Ya no podía luchar. Miré el techo mientras pronunciaba las oraciones extranjeras que mi abuela me había enseñado. La voz me temblaba. Repetí las palabras hasta que la memoria se apagó.
En mi mano temblorosa quedó una mancha seca y oscura. Sangre.
¿Soñaba todavía?
Una ráfaga de luz atravesó la habitación. Apenas podía sostenerme. El cuerpo me dolía, los párpados me pesaban. Todo era confuso.
Unas manos suaves, tibias, rozaron mi rostro como seda.
—Victoria… —susurraron dulcemente.
—¿Estefanía… eres tú?
Su voz volvió a sonar, vibrando dentro de mí. Abrí los ojos con esfuerzo, y su rostro comenzó a materializarse. De su piel se desprendían destellos de energía, como si fuese hecha de estrellas. Quise llorar, pero ni las fuerzas me alcanzaban. El dolor se intensificaba, quemándome, aunque nada importaba: estaba allí. Sus cabellos negros rozaban mi frente, y hablaba sin necesidad de mover los labios.
—No estás sola.
—¿Qué quieres de mí?
No respondió. Su mirada se desvió hacia la penumbra. No estaba sola.
A su lado apareció un hombre de hermosura inhumana. Su figura era casi andrógina, demasiado perfecta. El cabello rubio le caía como oro líquido hasta el pecho. Al acercarse, sentí una paz extraña. Era como si mis súplicas hubiesen sido escuchadas.
Por un instante pensé que había muerto. Era la única explicación a tanta irrealidad. Sin embargo, el dolor en mi cuerpo seguía ahí, punzante, reclamando su lugar.
—Voy a calmar tu dolor —me dijo el espíritu celeste.
Sus ojos verdes se clavaron en los míos. Aquella intensidad me sacudió; me recordó, de forma inexplicable, a Adrián. Antes de perderme en esa memoria, vi cómo tomaba una daga y se abría la palma de la mano. La sangre que brotó no era roja, sino de un verde brillante, casi fosforescente.
Leí la sonrisa en su rostro al ver mi desconcierto.
—Confía en mí.
Me sostuvo con suavidad, su brazo rodeando mi nuca. Su mano herida rozó mis labios. El calor de su sangre entró en mí como fuego sagrado. El ardor de mi garganta desapareció. El dolor también. En su lugar, miles de sensaciones me atravesaron.
Quise llorar, y esta vez pude. Las lágrimas cayeron con fuerza, cargadas de amor, odio y desesperación. Mi espíritu viajaba a través de imágenes imposibles: un bosque infinito, un río eterno, la naturaleza respirando en mi interior.