—¡Ella estuvo aquí! —aseguré con un temblor en la voz, mientras mi padre me observaba con una aflicción que parecía ahogarlo.
—¿Quién, Victoria?
—La joven del invernadero… Estefanía.
El silencio cayó entre nosotros como un velo. Por un instante, un gesto de dolor atravesó su rostro, y comprendí que había tocado una herida demasiado viva.
—Victoria… —dijo al fin, colocándome la mano sobre la mía con torpeza—. Solo fue un sueño.
Aquel contacto me estremeció. Hacía tanto que no sentía la calidez de su mano que casi había olvidado cómo era. No discutí, pero tampoco aparté la mirada. Para mi sorpresa, él no cambió de tema.
—Sé que esto es muy difícil para ti, hija mía. Pero también lo ha sido para mí. —Suspiró, sus ojos fijos en algún recuerdo lejano—. Cuando Ángela murió, me dejó un vacío imposible de llenar. Aún llevo en mí los sueños que compartimos, y aunque el tiempo haya pasado… nada ha podido borrarlos. Tu madre fue el amor de mi vida.
La tristeza en su voz me atravesó como un cuchillo. Sentí que tenía permiso para hablar.
—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil entre nosotros? —repliqué, la garganta ardiendo—. Siento que me culpa por su muerte.
Él giró hacia mí con incomodidad, como si mis palabras fueran una bofetada.
—¡Jamás he pensado tal cosa!
—¿Entonces por qué me separó de usted? —dije, con la rabia mezclada de lágrimas—. ¿No puede ver que lo único que deseaba era estar a su lado? Su cariño era mi mejor remedio. Mamá murió, pero usted sigue vivo… aunque, en realidad, parece más muerto que ella.
Mis palabras lo dejaron sin respuesta. Bajó la mirada hacia el suelo, y ese silencio me hizo sentir diminuta, como si mis sentimientos no valieran. Cuando volvió a hablar, su voz era más grave:
—En cierto modo, Victoria murió aquel día, cuando tu madre salió sin vida de esa sala de partos. —Sus ojos se humedecieron y yo sentí un golpe en el pecho.
Me quedé sin voz.
—Sé que no he sido el mejor padre —continuó, con un hilo quebrado de dignidad—. Pero quiero que quede claro: nunca te he culpado de aquella tragedia. Aun así… no he podido evitar que duela.
—Papá, no me dé justificaciones. Yo sé que hay algo más. —Tragué saliva, con miedo de escucharlo—. Siempre sentí que me odiaba.
Él se frotó el rostro con cansancio.
—No vine aquí para discutir, Victoria. Lo único que quiero es que todo sea más fácil entre nosotros.
—¡¿Cómo puede empezar de nuevo si aún hay secretos?! —alcé la voz, temblando—. No me rehúya. ¿Por qué me teme?
Sus ojos lo confirmaron: había dado en el punto exacto. Se apartó y caminó hasta la ventana, donde la luz fría de la luna delineaba su silueta rígida. Yo no iba a darme por vencida. Me levanté también, dispuesta a romper el muro.
—¿Por qué no me envió de una vez a un centro de salud mental? —pregunté, clavando los ojos en los suyos.
Se giró bruscamente. Por primera vez vi fragilidad en su mirada, una grieta a punto de desmoronarse.
—¡Porque tú no estás loca! —su voz se quebró, y mis lágrimas brotaron sin remedio.
—Entonces debo estarlo… —susurré, apretando las sábanas entre mis dedos—. Es la única explicación a tantas cosas inexplicables.
Me rodeó con un abrazo torpe, áspero por los años de distancia, pero tierno en lo profundo. Su olor a tabaco y papel me devolvió un recuerdo de infancia.
—Tuve miedo, hija —murmuró con voz temblorosa—. No podía entender lo que te pasaba. Y yo mismo estaba deshecho tras perder a Ángela.
—¡No te detengas, por favor! —le pedí, hundida en su pecho.
Pasó las manos por su cabello, como si quisiera arrancarse el peso del silencio.
—Te observaba, Victoria. —Tragó saliva, buscando aire—. Actuabas de forma extraña. Al principio pensé que era el duelo… pero luego entendí que había algo más.
—¿Por qué sacaste esa conclusión? —pregunté con impaciencia. En su semblante ya se dibujaba el deseo de cortar la conversación.
—Es mejor que paremos, Victoria. No vale la pena abrir viejas heridas… y menos ahora que estás enferma.
No podía permitir que se quedara a medias.
—Te lo suplico, ¡no me dejes con esta incertidumbre! —me incliné hacia él, temblando—. Dime qué fue lo que te llevó a enviarme lejos. Siempre que pienso en ti, la imagen que me viene es la de un hombre frío, duro, incapaz de ceder. Por favor, padre… demuéstrame que estoy equivocada.
Mis palabras lo ablandaron. Se dejó caer en la silla y, tras un silencio denso, continuó:
—Aquel día regresé del trabajo. Tu tío Andrés ya te había dejado en casa. Fui a mi despacho, pero al pasar frente a tu habitación escuché murmullos. Abrí la puerta y te encontré… hablando sola frente al espejo. —Se detuvo, como si aún lo viera—. Me acerqué, te tomé del brazo y te llamé por tu nombre.
Me aferré a su mano, dándole valor.
—Tú me dijiste que no eras Victoria… sino Estefanía.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Era inútil creer que nada más podía perturbarme. Cada revelación me arrastraba a un abismo emocional.
—No supe qué hacer —murmuró. Y por primera vez su coraza comenzó a resquebrajarse delante de mí.
—Estos episodios se repitieron con los años —prosiguió—. A veces me mirabas como si no me reconocieras, y al día siguiente volvías a ser la misma. Me recomendaron llevarte a psicólogos, pero nada servía.
—¿Y por eso tu alejamiento? —grité, incapaz de contenerme—. ¿No entiendes que fue egoísta apartarte de mí? ¡Yo te necesitaba!
Él cerró los ojos, como si mis palabras fueran cuchillos.
—Lo sé. Pero de nada sirven los lamentos.
—Entonces, déjame regresar contigo.
—¡No, Victoria! Mi respuesta sigue siendo la misma. ¿Por qué tienes que ser tan terca?
—Porque lo necesito.
—¿Acaso el tío Gustavo te ha tratado mal?
—No se trata de él. Dígame, padre, ¿cuál es la verdadera razón para no permitirme volver?