Esa mañana él había dejado salir una parte de lo que llevaba dentro, algo que le costaba demostrar. Andrea tenía razón al decir que él y yo éramos parecidos; a mí también me resultaba difícil expresar lo que sentía. Aun así, sabía que debía ser sincera y contarle toda la verdad a Rebeca. En el fondo, intuía que ella podía ayudarme mucho más de lo que ya lo había hecho. Pero mi cobardía era más fuerte.
A pesar de su declaración, aún existían secretos que debía descubrir.
Era ya tarde. Me puse a hacer un sinfín de tareas para no pensar. Andrea me había traído un vaso de leche que bebí con dificultad. Sentí alivio al mantenerlo en el estómago y no devolverlo. No quise salir de mi habitación; aunque moría de ganas de hablar con mi padre, decidí contener ese impulso. Era mejor no tentar a la suerte y dejar que las aguas se calmaran un poco.
Mi cabeza revoloteaba sin cesar. Primero, Emily. Luego, las nuevas alucinaciones, que parecían tener vida propia. Y por último, mi abuela, que no quería que me hiciera los exámenes. Pensar en todo eso solo lograba hundirme más en ese abismo sin respuesta donde ya me había acostumbrado a estar.
Tomé el mando a distancia y encendí la televisión. Fui cambiando de canal hasta detenerme en una serie sobre vampiros. Fue entonces cuando una idea descabellada cruzó por mi mente: en aquella pesadilla, yo me había visto convertida en un demonio de colmillos largos, succionando la sangre de Emily.
—¿Y si los vampiros fueran reales? —me susurré.
Ese demonio me había dicho que era parte de mí. Recordé la sensación que experimenté al ver mi blusa manchada de sangre, y la imagen de aquella criatura junto a Estefanía. Había cortado la palma de su mano y me había ofrecido beber de su herida. Todo había sido tan vívido que aún podía sentir su sabor en mis labios.
—¡Definitivamente, estoy perdiendo la cabeza! —dije en voz alta. La peor conclusión posible, pero también la más lógica.
Por lo poco que sabía de vampiros, uno se convertía tras ser mordido, y que yo recordara, ningún Nosferatu, Vlad Țepeș o la Condesa Báthory había hincado sus dientes en mí. La explicación mental parecía más razonable. Tal vez mi pesadilla había sido producto de mi aflicción por Emily. O quizá la convulsión que sufrí desencadenó algo peor: un desequilibrio, una segunda personalidad… quién sabe.
Eran teorías más creíbles que aceptar la existencia de los vampiros.
Me reí de mí misma. Si seguía así, mañana quizá me levantaría creyendo ser el Joker. A fin de cuentas, ya iba por el mismo camino: el de la demencia.
—Un sociópata, un asesino sin escrúpulos… —murmuré—. Mejor pensar en eso que volver a llorar.
A través de la ventana, la noche se deslizaba lenta, pintando el cielo de un azul enfermo que moría en negro. Las luces lejanas parecían palpitar como venas en el horizonte. Dudé en bajar, y también en llamar a Emily. Pero persistía esa negativa, esa sensación de que debía mantenerme quieta.
Escuché unos golpes en la puerta. Al principio, apenas los noté; estaba absorta recordando las palabras de mi padre sobre mi abuela, y aquella duda cruel: ¿y si él tenía razón? ¿Y si ella realmente estaba loca? El pensamiento me llenó de culpa, sobre todo porque yo también sentía ese mismo rechazo a ser examinada por médicos.
Los golpes se repitieron, más firmes.
—¿Estabas dormida? —preguntó mi padre—.apenas abrí.
Su voz tenía algo distinto, una sombra que me heló la piel antes incluso de responder.
—Estaba en el baño, disculpa.
—No importa, solo quería saber cómo estabas.
Su rostro se veía relajado, ya sin rastros de lo ocurrido por la mañana. Sin embargo, yo no sabía qué decir, y él tampoco. Fue entonces cuando noté que traía consigo una especie de cofre de madera, largo y ornamentado con grabados extraños, que no alcanzaba a distinguir bien. Era hermoso, casi hipnótico.
Por fin rompió el silencio y, con un gesto, me indicó que nos sentáramos en la cama. Obedecí. Colocó el cofre a un lado y titubeó antes de comenzar. Parecía un adolescente nervioso frente a un aula llena. Yo guardé silencio; quería dejarlo hablar.
—¿Crees que podamos fingir que no hablamos hoy y hacer como si esta fuera la primera conversación? —dijo con una sonrisa tímida.
No pude evitar sonreír también y asentí.
—Primero que nada, quiero que me disculpes. No debí hablarte mal de Esther. Ella es tu abuela y no estuvo bien lo que dije.
Sentí alivio al oírlo, pero su expresión volvió a tensarse.
—Sabes, Victoria… cuando Andrea me llamó para decirme que habías convulsionado en la escuela, me di cuenta de que no era una buena persona.
—No exageres…
—No exagero, hija —su voz se quebró apenas—. Hace dos semanas tengo el boleto de avión, pero, por estar más pendiente de los negocios y la finca, fui dejando todo lo demás en segundo plano.
Sus palabras me dolieron. Sus ojos se clavaron en los míos, y pude ver la vergüenza y la pena que lo consumían.
—Lo que más me duele —prosiguió— es haberme cerrado a una sola posibilidad, sin detenerme a analizar otras. Ignoré el daño que te hacía. Y aunque suene contradictorio, nunca quise lastimarte. He sido un cobarde. Dejé que otros asumieran la responsabilidad que solo me correspondía a mí. Y aunque me cueste admitirlo, en eso tu abuela tenía razón.
Mis manos temblaban; deseaban tomar las suyas, pero temía interrumpirlo y que se arrepintiera de continuar.
—Solo pensar que podrías estar grave me hundió en una angustia terrible. No quiero perderte, hija. No lo soportaría.
—¡Papá! —susurré acariciándole el rostro—. Entiendo que viniste a hacer las paces, y te pido disculpas, si te duele, verme así, tan frágil, tan confundida. Pero… ¿Sabes cuánto tiempo esperé oír esto?
No pude ocultar las secuelas de mis heridas internas. Él también lo notó. Su desesperación se tornó más evidente, aunque el dolor en su mirada me calmó un poco.